(por Leopoldo Cervantes-Ortiz; Signos de Vida, 34, 2004)
"Independientemente de si soy cristiano o pagano, trabajo en la edificación común de la catedral porque soy artista y artesano, y porque he aprendido a formar de la piedra caras, miembros y cuerpos".
"Independientemente de si soy cristiano o pagano, trabajo en la edificación común de la catedral porque soy artista y artesano, y porque he aprendido a formar de la piedra caras, miembros y cuerpos".
Ingmar Bergman
En la cinematografía mundial, el nombre del sueco Ingmar Bergman es sinónimo de rigor y expresividad, por lo que es uno de los autores que ha recibido mayor atención
debido a la forma en que ha trabajado la problemática humana y a causa de sus inclinaciones metafísicas. El clímax ocurrió en la década de los 60, cuando sus obras nundaban las salas y los cine clubes de todo el mundo. Procedente de una zona geográfica marcada por el luteranismo, Bergman, en palabras del historiador Román Gubern, expone “sus atormentados conflictos místicos y existencialistas en un virtuoso lenguaje tributario del expresionismo”.
Heidegger, Kierkegaard, Sartre y Camus están presentes en la obra de este gran artista. Woody Allen, uno de sus más fieles seguidores, ha escrito lo siguiente: “Bergman desarrolló un estilo para abordar el interior del hombre, y es el único director que ha explorado los campos de las batallas del alma hasta el último confín”
Bergman nació en 1918 en Uppsala. Estudió literatura e historia del arte. Dirigió los teatros de varias ciudades suecas. En 1945 filmó Crisis, su primera película, y más tarde escribió guiones para otros realizadores. Según Raúl Liébana, su filmografía se divide, temáticamente, en tres etapas: una primera donde aparecen distinta comedias que dibujan un mundo muy personal acerca de la pareja y el matrimonio; empezaría con Crisis y llegaría hasta 1956 con El séptimo sello. La prisión (1948) contiene algo así como un sumario de lo que vendrá. Desde allí, hasta Persona, sería la mejor etapa de Bergman. Logra un perfecto dominio de la técnica y adquiere una fuerte personalidad. Aquí aparecen sus grandes trabajos sobre preocupaciones religiosas y metafísicas, así como indagaciones varias: el vampirismo intelectual, la lucha contra el destino y el papel del intelectual en el mundo, entre otras. La tercera y última sería la que abarca desde Persona (1966) hasta Fanny y Alexander (1982), trabajo totalmente autobiográfico.
Si Buñuel y Bresson representan, por así decirlo, la presencia católica entre los grandes directores, Ingmar Bergman sería “la mirada protestante”, con uno de los temas más intensos de su obra: la búsqueda de Dios. Sus más famosas películas sobre el tema son El séptimo sello (1956) y la trilogía que lo aborda con mayor fuerza: A través de un vidrio oscuro (1961), Luz de invierno (1962) y El silencio (1963), las cuales se revisarán aquí. Otros títulos memorables entre sus más de 40 películas son: Fresas salvajes (1957), Persona, Gritos y susurros (1972), Secretos de un matrimonio (1973), El huevo de la serpiente y Fanny y Alexander. Sonrisas de una noche de verano (1955) lo hizo famoso internacionalmente, pero El séptimo sello lo proyectó como un autor de gran categoría. Incluso, como señala Alfredo Garmendia: “Esta preocupación por la existencia de Dios creó en su momento la idea de Bergman como un director de cine religioso, a pesar de que su preocupación por el tema ocupa fundamentalmente sólo una parte de su extensa obra, más centrada, en todo caso en la actitud del hombre ante una muerte inevitable que condiciona toda la vida”.
Algunos críticos subrayan el pesimismo que reflejan sus cintas y encuentran una relación muy simplista entre su origen escandinavo y su perspectiva religiosa. Bergman perdió la fe en 1936. Luego de enamorarse de una chica judía que murió en un campo de concentración, se escandalizó por la indiferencia de los creyentes ante estos hechos e interrogó a su padre, un pastor luterano, sobre el interés de Dios en los amores juveniles, a lo que aquel le respondió que Dios tenía cosas más importantes en qué preocuparse. Bergman dijo: “Entonces a mí ya no me interesa Dios”.
Donald J. Drew resume así los aspectos religiosos de este cine: “Para Bergman, Dios está muerto; por lo tanto, Dios está callado. Es decir, Dios nunca existió y el hombre está solo. Lógicamente esto genera una Náusea y una Angustia ante la Muerte porque hay algo en el hombre que clama pidiendo un sentido, un propósito y humanidad. La desesperación resultante, tal como lo ve Bergman, lleva a la auto-autentificación en una continua búsqueda de realidad”
Agrega que sus temas recurrentes son la búsqueda de una auténtica revelación y de relaciones humanas satisfactorias, y cita una entrevista con Bergman en la que afirma: “La única cosa con la que podemos y debemos enfrentarnos en el arte dramático es los temas éticos”. Charles Möeller, por su parte, afirma: “Los personajes de Bergman no logran conciliar la imagen del Dios bueno del que habla la religión con la realidad inhumana de un mundo dominado por la violencia, la amenaza de guerra, la injusticia y la soledad. Viven el conflicto entre el Dios de la liturgia luterana -un Dios de gloria, de bondad, de luz- y la imagen del Cristo torturado, imagen de sufrimiento que, invariablemente, confronta a cada uno de nosotros”
Desde La prisión, donde un viejo profesor concibe un film sobre el infierno basado en su posible localización en la Tierra, Bergman mostró su interés en lo religioso, el cual reaparece de varias formas: en Sonrisas de una noche de verano, Henrik, aspirante a pastor, trata de vivir serenamente la religión pero sufre con frecuencia las tentaciones mundanas, personificadas por su sirvienta Petra. A lo largo de la película aparece dos veces leyendo frases de Lutero. Más tarde decide poner fin a la virtud. En Fresas salvajes, para muchos su mejor película, en un ambiente de interrogación y auto-indagación profunda del protagonista “dos muchachos discuten sobre Dios con la dialéctica violenta de unos personajes de Chesterton”. Sara, la amiga de ambos, hace una pregunta paradójica y desconcertante: “¿Quién es capaz de creer todavía en Dios?”. Al plantear el caso al viejo profesor, éste recita unos versos del poeta sueco Johan Olof Walhin, inspirados en el Cantar de los Cantares, de orientación mística. Lo interrogan sobre la trascendencia y responde con un poema referido a las criaturas humanas. ¡Vaya paradoja! Como comenta Zubiaur: “Así parece sugerir que la vía para llegar a Dios es el prójimo, puesto que el Creador se halla ausente. De él no es posible adivinar sino la huella de su ausencia misma. Está presente por medio de su ausencia” La atmósfera introspectiva, cercana al surrealismo, envuelve la historia y la dota de un aura sumergida en la evocación del sueño.
El rostro (1958), una cinta irónica sobre el conflicto decimonónico entre la ciencia positiva y la metafísica, produjo acalorados debates en Suecia debido a la figura del mago e hipnotizador, artista martirizado parecido a Cristo, que protagoniza la historia. El artista destaca, allí, unas veces como servidor del templo y mago consagrado y respetado, y otras, como marginado e ilusionista despreciado. Desde este punto de vista, es muy notoria la influencia de Kierkegaard. En un diálogo, alguien dice: “Los sacerdotes hablan siempre, pero Dios no les oye jamás”.
El manantial de la doncella (1959), basada en una leyenda antigua, cuenta la historia de Karin, una muchacha que atraviesa el bosque para llevar una ofrenda a la Virgen, acompañada de su amiga Ingrid, que la odia en secreto. Ësta permite que violen y asesinen a Karin, quien será vengada por su padre. Cuando levantan el cuerpo de la joven, brota un manantial. En esta película, según Garmendia, aparecía una mezcla del cristianismo con anteriores creencias escandinavas que se dejaban ver en una serie de rituales que seguían los personajes Dios, aquí, es algo totalmente asumido, los protagonistas no se lo cuestionan, viven bajo su presencia y su dominio, su comportamiento se acerca con frecuencia más a la idolatría pagana que al concepto cristiano de la divinidad. Así la “ejecución” de los bandidos por parte del padre es como un sacrificio ritual. La actitud del protagonista es de dolor pero también de asunción, para él lo que ha sucedido es algo permitido por Dios, forma parte de sus oscuros designios, pero a pesar del sufrimiento que le provoca no se lo cuestiona, se somete y le rinde pleitesía mediante su aceptación, lo que es correspondido con un “milagro”
El séptimo sello: parábola teológica moderna
Inspirada en Pintura sobre madera, una obra teatral que Bergman escribió y representó con un grupo de alumnos, El séptimo sello (título tomado del Apocalipsis) es una parábola ubicada en la Edad Media que cuenta la historia de Antonius Block, un caballero nórdico que regresa de una cruzada, junto con su cínico escudero, en medio de la peste, para encontrarse con la muerte en persona. Sin fe y desilusionado por completo, juega con ella, quien viene a recogerlo, una partida de ajedrez para prolongar sus días en el mundo y descubrir el sentido de la vida. Tres personajes, que recuerdan la sagrada familia, lo hacen descubrir, en una comida al aire libre, que el amor es el significado que busca. El caballero distrae a la muerte para que la joven pareja y su hijo, símbolos del amor, se salven de ella, pues serían sus futuras víctimas. Luego de conseguir esta hazaña y habiendo encontrado el sentido de la vida, se entrega a su momento final.
Bergman ha escrito que este film procede de la contemplación de los motivos de pinturas medievales: los juglares, la peste, los flagelantes, la muerte que juega ajedrez, las hogueras para quemar a las brujas y las Cruzadas. “Es un intento de poesía moderna, que traduce las experiencias vitales de un hombre moderno en una forma que trata muy libremente los hechos medievales. En el Medievo los hombres vivían en el temor de la peste. Hoy viven en el temor de la bomba atómica. Es una alegoría con un tema muy sencillo: el hombre, su eterna búsqueda de Dios y la muerte como única seguridad”
Y añade una nota personal: "Cuando era niño acompañaba muchas veces a mi padre cuando tenía que ir a presidir el servicio religioso en las pequeñas iglesias aldeanas de los alrededores de Estocolmo. Para mí eran fiestas. Mientras que mi padre predicaba desde el púlpito y la congregación de los fieles rezaba, cantaba o ponía atención, yo concentraba toda mi atención en el misterioso mundo de la iglesia Había todo lo que la fantasía podía desear: ángeles, santos, dragones, profetas, demonios, niños. Había animales aterradores como la serpiente del paraíso, la burra de Balaam, la ballena de Jonás, el águila del Apocalipsis. [...] Los pintores del Medioevo reprodujeron todo eso con gran sensibilidad y con gran comprensión artística y con una gran alegría."
Acerca de la influencia de ese ambiente señala: “Sólo mucho más tarde la fe y la duda se convirtieron en mis fieles compañeros de camino. Con mi película quería pintar como un pintor medieval, con el mismo compromiso objetivo, la misma sensibilidad y la misma alegría. Mis personajes ríen, lloran, gritan, tienen miedo, hablan, responden, juegan, sufren, buscan. Su horror es la peste, el Juicio Final. Nuestro horror es diferente, pero las palabras son las mismas. Nuestra pregunta continúa.” Esto parece concordar con lo que advierte Gubern: “Es curiosa esta obsesión religiosa que gravita sobre una sociedad en apariencia tan laica, racionalista, opulenta, estable, higienizada y que por su aceptación del amor libre se halla ya de vuelta de todo paganismo. Pero las fábulas de brujería y el temor al infierno no sólo no han sido desterrados del alma nórdica, sino que aparecen como sus preocupaciones mayores”.
Al hablar de la fe, Block comenta que “es un tormento… Es como tener a alguien ahí afuera en la oscuridad pero que nunca aparece, por mucho que se esfuerce uno en llamarle”. En este sentido, un diálogo entre Block y la Muerte es particularmente aleccionador acerca de la manera en que el relato se acerca al tema del silencio divino:
Block: ¿Me oyes?
La Muerte: Sí, te oigo.
Block: Quiero saber, ni fe ni suposiciones, sino saber. Quiero que Dios me tienda la mano, que se revele y me hable.
La Muerte: Pero Él permanece callado.
Block: Clamo a Él en la oscuridad pero no parece haber nadie allí.
La Muerte: Quizás no hay nadie allí.
Block: Entonces la vida es un horror atroz. Nadie puede vivir abocado a la muerte sabiendo que todo es una nada.
Bidau señala que en este film Bergman "critica directamente la religión verticalista y culposa” y que “rescata el valor del mundo subrayando el valor horizontal de ciertos componentes religiosos”. Según él, Block regresa de las cruzadas sin ninguna ilusión, luego es testigo de algunas muestras de la religión que gana adeptos mediante el miedo y el chantaje, pero en la comida al aire libre con la familia que lo encuentra, al compartir con él un recipiente lleno de frutillas silvestres (el pan) y un tazón de leche (el vino), mientras suenan la lira del juglar y su bello canto, son evidentes los signos cristianos horizontalizados. La nueva comunión en la que participa le permite avizorar una nueva forma de estar-en-el-mundo.
El filósofo español José Luis Aranguren también escribió sobre esta película: “El cine de Bergman es un cine no de situación, sino de condición, de condición humana. Del problema metafísico-religioso y, en este caso, muy concretamente, de las ultimidades o postrimerías. Pero, puesto en este plano, tampoco satisface a las otras gentes porque -piensan- no da soluciones, deja al espectador en la ambigüedad”. Al preguntarse sobre la función de la obra de arte, responde que ésta debe plantear el problema con suficiente profundidad y abrir perspectivas, posibilidades, salidas. Y añade: El séptimo sello lo hace. Por lo menos cuatro: la del terror alucinado ante la peste y el más allá y la entrega a una penitencia enloquecida; la negación de ese más allá; la duda de quien, en definitiva, tiene que encontrar a Dios a través de ella, y la visión de Dios. Bergman deja abiertas esas cuatro posibilidades [...] A Dios se le puede buscar en el masoquismo y la Cruzada. Pero donde se le encuentra -si es que existe- es en la vida serena, en la quietud, en la paz.
La cinta cierra con una representación de la danza de la muerte, que no es sino el desenlace de un final anunciado desde el principio: “El contraste de la brusca iluminación de esta escena con la suave luz que Bergman utiliza para la imagen final del film, la del carromato dirigiéndose a un futuro esperanzador, deja patente la oposición entre el mundo de la vida y el mundo de la muerte, entre el mundo de la fe viva y el mundo de la duda existencial de Dios”
La película explora con mucha efectividad los aspectos últimos de la vida, justamente los que tienen que ver con enfrentar la muerte y para hacerlo recurre a un arma infalible, es decir, la confrontación entre lo absoluto y la razón, representadas, la primera, nada menos que por la Muerte, y la segunda, por el caballero. En medio aparecen el escudero, en una suerte de encarnación del cinismo materialista, y la familia depositaria del amor, como vehículo de fe. El caballero, a su pesar, encuentra un sentido a la vida que nunca imaginó y termina sus días sumido en la nada sin encontrar respuestas al caudal de preguntas que lanza. El genio de Bergman logra que el cine, con sus características propias de arte e industria, exprese o transfigure preocupaciones hondas sin perder un ápice su calidad de espectáculo visual. Todo un acontecimiento, pues su saber teatral le permite poner en escena conflictos que en otras manosm hubieran devenido en mera recreación icónica. Sólo Tarkovski, a quien Bergman admira, conseguiría más tarde alcanzar semejantes alturas discursivas.
La trilogía sobre el silencio de Dios
Aunque para muchos y aun para el propio Bergman estas tres películas no constituyen un todo, sus afinidades y la contigüidad cronológica no dejan margen para dudar. En ellas, los personajes viven aislados, en una isla o en un país del que no conocen el idioma o en medio de una guerra, y en dicho aislamiento se plantean sus dudas y viven duras experiencias. Además, da la impresión que Bergman confronta tres conceptos sobre Dios en cada una: el amor, en A través de un vidrio oscuro; la seguridad, en Luz de invierno; y la palabra, en El silencio.
En la primera, cuyo título fue extraído de I Corintios 13.12 (”Ahora vemos por espejo oscuramente”), un escritor siempre atareado pasa unos días con sus hijos, un adolescente y Karin, una joven esquizofrénica casada con un médico que la cuida con amor. Los días de estancia en la isla, en medio de un verano esplendoroso, se convierten en una pesadilla para todos y especialmente para el padre, confrontado con su capacidad para acercarse a sus hijos.
Un momento climático es cuando Karin descubre que es observada por su padre para describir su estado en una novela. El problema familiar alcanza niveles metafísicos cuando ella escucha voces y cree ver la aparición de Dios en forma de araña. La pregunta sobre Dios al final se formula en la clave del amor. El padre reconoce su lejanía e intentará superarla. Parece que el autor concentra en la vida de una mujer enferma, incapaz de distinguir sus realidades exteriores e interiores, la capacidad de ver a Dios del otro lado de la existencia, sin posibilidad de unir aquéllas, pues el destierro de lo sagrado en la vida real es inevitable. Sólo es posible acceder a él desde lo patológico, lo anormal.
Luz de invierno muestra a Thomas, un pastor viudo, realizando su trabajo litúrgico, con Bach como música de fondo, en una iglesia casi vacía. Enfermo y solitario, el amor de Marta, una maestra atea, es una carga insoportable. Cuando un campesino y su esposa le piden consejo pues sienten vacilar su fe ante la amenaza nuclear de la época, es incapaz de ofrecer alguna solución. El campesino se suicida y Thomas se sumerge en un abismo que nada es capaz de llenar. Se trata de un abordaje directo a la problemática de un profesional de la religión que no puede representar a Dios porque éste no da señales de su existencia. Bergman cuenta la historia de un hombre que quiere escaparse de la realidad en sus relaciones con Dios, pues le es imposible hacer contacto con los seres humanos. Realiza los ritos de la fe, que para él se han vaciado completamente de sentido. Abandona al campesino a su suerte con sus preocupaciones.
Esta película ha sido vista como ejemplo máximo de ascetismo visual, porque muestra al protagonista en largos y atormentados planos durante el culto, y usa primeros planos ante paredes blancas para aislar a los personajes. La liturgia es asumida como un espectáculo humano desprovisto de significado. El parecido de Luz de invierno con Diario de un cura de aldea, de Bresson, sugiere que Bergman tal vez se inspiró en aquella, especialmente en el uso de la luminosidad como elemento simbólico. Company resume muy bien el contenido de la cinta: “El pastor se ve literalmente escindido entre un imposible amor a Dios (por ausencia de fe, de convicción) y una negativa a convertirse en objeto del deseo de Marta (por egoísmo y falta de sensibilidad)”.
En El silencio, destaca Drew, se estudia una importante consecuencia de la muerte de Dios: el humanismo y las relaciones personales dejan de tener un significado real. Esther, su hermana Anna y su sobrino Johan atraviesan en tren un país oscuro y extraño, quizá en guerra.
Los tres se dirigen a casa pero deben parar en una ciudad, pues Esther está muy enferma y sufre una crisis. Las hermanas no tienen nada que decirse y su relación es una mezcla de odio y dependencia, de la cual es testigo el pequeño. En un hotel esperan el momento para seguir el viaje: Esther quiere trabajar y su hermana anhela salir del tedio y la angustia mediante una sexualidad desenfrenada. En este film el problema teológico es menos aparente, aunque engañosamente, pues la crudeza de las imágenes y la profundidad lograda en la expresión del sufrimiento humano sobre dramatiza el peso de la ausencia divina y redefine la vida como un espacio desprovisto de elementos trascendentales. Dominados irremediablemente por sus pasiones, los personajes femeninos huyen hacia un silencio segundo, esto es, al que procede del silencio de un Dios que quizá habló antes.
Se ha objetado la interpretación religiosa de esta trilogía, al grado de que algunos, como Álvaro Buela, critican la excesiva credibilidad de quienes le siguieron el juego a Bergman: Lejos de la reflexión obsesiva, auténticamente mística, que puede encontrarse en la obra de un Rossellini, de un Dreyer, de un Bresson, incluso de un Pasolini, el misticismo de Bergman resuena, hoy más que nunca, como un artilugio retórico para adornar sus demonios más viscerales: el infierno de la convivencia, la impotencia del amor y de la comunicación, la omnipresencia de la muerte, el endiablado universo afectivo. Es en estos niveles, no en el metafísico, donde la “trilogía” genera su monto de verdad cinematográfica, y opera como un campo de pruebas para la explosión devastadora de Persona (1966), donde la idea de Dios ha devenido tan fútil como las palabras.
Agrega: “Ya de viejo, Bergman identificó aquellos devaneos pseudo religiosos como expresión de una búsqueda personal, deudora de atavismos infantiles relacionados con un padre calvinista. Es decir, los redujo a una construcción neurótica, no por eso menos torturante”. Y concluye: “Liberadas de su apéndice trascendental, las películas de la ‘trilogía’ adquieren su real valor y admiten un abordaje mucho más acorde con la despojada, indestructible nobleza de su forma.”
Sea como fuere, esta veta apareció de manera muy consistente en esta etapa del desarrollo artístico del director sueco. Según Zubiaur, luego de comprobar que su insaciable búsqueda de Dios no lleva sino a un callejón sin salida, “Bergman se ha esforzado por descubrir en la religión humana sincera el aliento divino. En otras palabras, si resulta vana la comunicación vertical con la Trascendencia, permanece la comunicación horizontal entre los humanos basada en una relación ética que pueda traer paz al espíritu”. Por lo mismo, en películas posteriores, como La Carcoma (The Touch, 1970), Gritos y susurros o Fanny y Alexander, el elemento religioso aparece muy atenuado y el énfasis se centra en los conflictos humanos. Es como si Bergman hubiera agotado esta búsqueda para concentrarse en la indagación de los comportamientos individuales y colectivos.
debido a la forma en que ha trabajado la problemática humana y a causa de sus inclinaciones metafísicas. El clímax ocurrió en la década de los 60, cuando sus obras nundaban las salas y los cine clubes de todo el mundo. Procedente de una zona geográfica marcada por el luteranismo, Bergman, en palabras del historiador Román Gubern, expone “sus atormentados conflictos místicos y existencialistas en un virtuoso lenguaje tributario del expresionismo”.
Heidegger, Kierkegaard, Sartre y Camus están presentes en la obra de este gran artista. Woody Allen, uno de sus más fieles seguidores, ha escrito lo siguiente: “Bergman desarrolló un estilo para abordar el interior del hombre, y es el único director que ha explorado los campos de las batallas del alma hasta el último confín”
Bergman nació en 1918 en Uppsala. Estudió literatura e historia del arte. Dirigió los teatros de varias ciudades suecas. En 1945 filmó Crisis, su primera película, y más tarde escribió guiones para otros realizadores. Según Raúl Liébana, su filmografía se divide, temáticamente, en tres etapas: una primera donde aparecen distinta comedias que dibujan un mundo muy personal acerca de la pareja y el matrimonio; empezaría con Crisis y llegaría hasta 1956 con El séptimo sello. La prisión (1948) contiene algo así como un sumario de lo que vendrá. Desde allí, hasta Persona, sería la mejor etapa de Bergman. Logra un perfecto dominio de la técnica y adquiere una fuerte personalidad. Aquí aparecen sus grandes trabajos sobre preocupaciones religiosas y metafísicas, así como indagaciones varias: el vampirismo intelectual, la lucha contra el destino y el papel del intelectual en el mundo, entre otras. La tercera y última sería la que abarca desde Persona (1966) hasta Fanny y Alexander (1982), trabajo totalmente autobiográfico.
Si Buñuel y Bresson representan, por así decirlo, la presencia católica entre los grandes directores, Ingmar Bergman sería “la mirada protestante”, con uno de los temas más intensos de su obra: la búsqueda de Dios. Sus más famosas películas sobre el tema son El séptimo sello (1956) y la trilogía que lo aborda con mayor fuerza: A través de un vidrio oscuro (1961), Luz de invierno (1962) y El silencio (1963), las cuales se revisarán aquí. Otros títulos memorables entre sus más de 40 películas son: Fresas salvajes (1957), Persona, Gritos y susurros (1972), Secretos de un matrimonio (1973), El huevo de la serpiente y Fanny y Alexander. Sonrisas de una noche de verano (1955) lo hizo famoso internacionalmente, pero El séptimo sello lo proyectó como un autor de gran categoría. Incluso, como señala Alfredo Garmendia: “Esta preocupación por la existencia de Dios creó en su momento la idea de Bergman como un director de cine religioso, a pesar de que su preocupación por el tema ocupa fundamentalmente sólo una parte de su extensa obra, más centrada, en todo caso en la actitud del hombre ante una muerte inevitable que condiciona toda la vida”.
Algunos críticos subrayan el pesimismo que reflejan sus cintas y encuentran una relación muy simplista entre su origen escandinavo y su perspectiva religiosa. Bergman perdió la fe en 1936. Luego de enamorarse de una chica judía que murió en un campo de concentración, se escandalizó por la indiferencia de los creyentes ante estos hechos e interrogó a su padre, un pastor luterano, sobre el interés de Dios en los amores juveniles, a lo que aquel le respondió que Dios tenía cosas más importantes en qué preocuparse. Bergman dijo: “Entonces a mí ya no me interesa Dios”.
Donald J. Drew resume así los aspectos religiosos de este cine: “Para Bergman, Dios está muerto; por lo tanto, Dios está callado. Es decir, Dios nunca existió y el hombre está solo. Lógicamente esto genera una Náusea y una Angustia ante la Muerte porque hay algo en el hombre que clama pidiendo un sentido, un propósito y humanidad. La desesperación resultante, tal como lo ve Bergman, lleva a la auto-autentificación en una continua búsqueda de realidad”
Agrega que sus temas recurrentes son la búsqueda de una auténtica revelación y de relaciones humanas satisfactorias, y cita una entrevista con Bergman en la que afirma: “La única cosa con la que podemos y debemos enfrentarnos en el arte dramático es los temas éticos”. Charles Möeller, por su parte, afirma: “Los personajes de Bergman no logran conciliar la imagen del Dios bueno del que habla la religión con la realidad inhumana de un mundo dominado por la violencia, la amenaza de guerra, la injusticia y la soledad. Viven el conflicto entre el Dios de la liturgia luterana -un Dios de gloria, de bondad, de luz- y la imagen del Cristo torturado, imagen de sufrimiento que, invariablemente, confronta a cada uno de nosotros”
Desde La prisión, donde un viejo profesor concibe un film sobre el infierno basado en su posible localización en la Tierra, Bergman mostró su interés en lo religioso, el cual reaparece de varias formas: en Sonrisas de una noche de verano, Henrik, aspirante a pastor, trata de vivir serenamente la religión pero sufre con frecuencia las tentaciones mundanas, personificadas por su sirvienta Petra. A lo largo de la película aparece dos veces leyendo frases de Lutero. Más tarde decide poner fin a la virtud. En Fresas salvajes, para muchos su mejor película, en un ambiente de interrogación y auto-indagación profunda del protagonista “dos muchachos discuten sobre Dios con la dialéctica violenta de unos personajes de Chesterton”. Sara, la amiga de ambos, hace una pregunta paradójica y desconcertante: “¿Quién es capaz de creer todavía en Dios?”. Al plantear el caso al viejo profesor, éste recita unos versos del poeta sueco Johan Olof Walhin, inspirados en el Cantar de los Cantares, de orientación mística. Lo interrogan sobre la trascendencia y responde con un poema referido a las criaturas humanas. ¡Vaya paradoja! Como comenta Zubiaur: “Así parece sugerir que la vía para llegar a Dios es el prójimo, puesto que el Creador se halla ausente. De él no es posible adivinar sino la huella de su ausencia misma. Está presente por medio de su ausencia” La atmósfera introspectiva, cercana al surrealismo, envuelve la historia y la dota de un aura sumergida en la evocación del sueño.
El rostro (1958), una cinta irónica sobre el conflicto decimonónico entre la ciencia positiva y la metafísica, produjo acalorados debates en Suecia debido a la figura del mago e hipnotizador, artista martirizado parecido a Cristo, que protagoniza la historia. El artista destaca, allí, unas veces como servidor del templo y mago consagrado y respetado, y otras, como marginado e ilusionista despreciado. Desde este punto de vista, es muy notoria la influencia de Kierkegaard. En un diálogo, alguien dice: “Los sacerdotes hablan siempre, pero Dios no les oye jamás”.
El manantial de la doncella (1959), basada en una leyenda antigua, cuenta la historia de Karin, una muchacha que atraviesa el bosque para llevar una ofrenda a la Virgen, acompañada de su amiga Ingrid, que la odia en secreto. Ësta permite que violen y asesinen a Karin, quien será vengada por su padre. Cuando levantan el cuerpo de la joven, brota un manantial. En esta película, según Garmendia, aparecía una mezcla del cristianismo con anteriores creencias escandinavas que se dejaban ver en una serie de rituales que seguían los personajes Dios, aquí, es algo totalmente asumido, los protagonistas no se lo cuestionan, viven bajo su presencia y su dominio, su comportamiento se acerca con frecuencia más a la idolatría pagana que al concepto cristiano de la divinidad. Así la “ejecución” de los bandidos por parte del padre es como un sacrificio ritual. La actitud del protagonista es de dolor pero también de asunción, para él lo que ha sucedido es algo permitido por Dios, forma parte de sus oscuros designios, pero a pesar del sufrimiento que le provoca no se lo cuestiona, se somete y le rinde pleitesía mediante su aceptación, lo que es correspondido con un “milagro”
El séptimo sello: parábola teológica moderna
Inspirada en Pintura sobre madera, una obra teatral que Bergman escribió y representó con un grupo de alumnos, El séptimo sello (título tomado del Apocalipsis) es una parábola ubicada en la Edad Media que cuenta la historia de Antonius Block, un caballero nórdico que regresa de una cruzada, junto con su cínico escudero, en medio de la peste, para encontrarse con la muerte en persona. Sin fe y desilusionado por completo, juega con ella, quien viene a recogerlo, una partida de ajedrez para prolongar sus días en el mundo y descubrir el sentido de la vida. Tres personajes, que recuerdan la sagrada familia, lo hacen descubrir, en una comida al aire libre, que el amor es el significado que busca. El caballero distrae a la muerte para que la joven pareja y su hijo, símbolos del amor, se salven de ella, pues serían sus futuras víctimas. Luego de conseguir esta hazaña y habiendo encontrado el sentido de la vida, se entrega a su momento final.
Bergman ha escrito que este film procede de la contemplación de los motivos de pinturas medievales: los juglares, la peste, los flagelantes, la muerte que juega ajedrez, las hogueras para quemar a las brujas y las Cruzadas. “Es un intento de poesía moderna, que traduce las experiencias vitales de un hombre moderno en una forma que trata muy libremente los hechos medievales. En el Medievo los hombres vivían en el temor de la peste. Hoy viven en el temor de la bomba atómica. Es una alegoría con un tema muy sencillo: el hombre, su eterna búsqueda de Dios y la muerte como única seguridad”
Y añade una nota personal: "Cuando era niño acompañaba muchas veces a mi padre cuando tenía que ir a presidir el servicio religioso en las pequeñas iglesias aldeanas de los alrededores de Estocolmo. Para mí eran fiestas. Mientras que mi padre predicaba desde el púlpito y la congregación de los fieles rezaba, cantaba o ponía atención, yo concentraba toda mi atención en el misterioso mundo de la iglesia Había todo lo que la fantasía podía desear: ángeles, santos, dragones, profetas, demonios, niños. Había animales aterradores como la serpiente del paraíso, la burra de Balaam, la ballena de Jonás, el águila del Apocalipsis. [...] Los pintores del Medioevo reprodujeron todo eso con gran sensibilidad y con gran comprensión artística y con una gran alegría."
Acerca de la influencia de ese ambiente señala: “Sólo mucho más tarde la fe y la duda se convirtieron en mis fieles compañeros de camino. Con mi película quería pintar como un pintor medieval, con el mismo compromiso objetivo, la misma sensibilidad y la misma alegría. Mis personajes ríen, lloran, gritan, tienen miedo, hablan, responden, juegan, sufren, buscan. Su horror es la peste, el Juicio Final. Nuestro horror es diferente, pero las palabras son las mismas. Nuestra pregunta continúa.” Esto parece concordar con lo que advierte Gubern: “Es curiosa esta obsesión religiosa que gravita sobre una sociedad en apariencia tan laica, racionalista, opulenta, estable, higienizada y que por su aceptación del amor libre se halla ya de vuelta de todo paganismo. Pero las fábulas de brujería y el temor al infierno no sólo no han sido desterrados del alma nórdica, sino que aparecen como sus preocupaciones mayores”.
Al hablar de la fe, Block comenta que “es un tormento… Es como tener a alguien ahí afuera en la oscuridad pero que nunca aparece, por mucho que se esfuerce uno en llamarle”. En este sentido, un diálogo entre Block y la Muerte es particularmente aleccionador acerca de la manera en que el relato se acerca al tema del silencio divino:
Block: ¿Me oyes?
La Muerte: Sí, te oigo.
Block: Quiero saber, ni fe ni suposiciones, sino saber. Quiero que Dios me tienda la mano, que se revele y me hable.
La Muerte: Pero Él permanece callado.
Block: Clamo a Él en la oscuridad pero no parece haber nadie allí.
La Muerte: Quizás no hay nadie allí.
Block: Entonces la vida es un horror atroz. Nadie puede vivir abocado a la muerte sabiendo que todo es una nada.
Bidau señala que en este film Bergman "critica directamente la religión verticalista y culposa” y que “rescata el valor del mundo subrayando el valor horizontal de ciertos componentes religiosos”. Según él, Block regresa de las cruzadas sin ninguna ilusión, luego es testigo de algunas muestras de la religión que gana adeptos mediante el miedo y el chantaje, pero en la comida al aire libre con la familia que lo encuentra, al compartir con él un recipiente lleno de frutillas silvestres (el pan) y un tazón de leche (el vino), mientras suenan la lira del juglar y su bello canto, son evidentes los signos cristianos horizontalizados. La nueva comunión en la que participa le permite avizorar una nueva forma de estar-en-el-mundo.
El filósofo español José Luis Aranguren también escribió sobre esta película: “El cine de Bergman es un cine no de situación, sino de condición, de condición humana. Del problema metafísico-religioso y, en este caso, muy concretamente, de las ultimidades o postrimerías. Pero, puesto en este plano, tampoco satisface a las otras gentes porque -piensan- no da soluciones, deja al espectador en la ambigüedad”. Al preguntarse sobre la función de la obra de arte, responde que ésta debe plantear el problema con suficiente profundidad y abrir perspectivas, posibilidades, salidas. Y añade: El séptimo sello lo hace. Por lo menos cuatro: la del terror alucinado ante la peste y el más allá y la entrega a una penitencia enloquecida; la negación de ese más allá; la duda de quien, en definitiva, tiene que encontrar a Dios a través de ella, y la visión de Dios. Bergman deja abiertas esas cuatro posibilidades [...] A Dios se le puede buscar en el masoquismo y la Cruzada. Pero donde se le encuentra -si es que existe- es en la vida serena, en la quietud, en la paz.
La cinta cierra con una representación de la danza de la muerte, que no es sino el desenlace de un final anunciado desde el principio: “El contraste de la brusca iluminación de esta escena con la suave luz que Bergman utiliza para la imagen final del film, la del carromato dirigiéndose a un futuro esperanzador, deja patente la oposición entre el mundo de la vida y el mundo de la muerte, entre el mundo de la fe viva y el mundo de la duda existencial de Dios”
La película explora con mucha efectividad los aspectos últimos de la vida, justamente los que tienen que ver con enfrentar la muerte y para hacerlo recurre a un arma infalible, es decir, la confrontación entre lo absoluto y la razón, representadas, la primera, nada menos que por la Muerte, y la segunda, por el caballero. En medio aparecen el escudero, en una suerte de encarnación del cinismo materialista, y la familia depositaria del amor, como vehículo de fe. El caballero, a su pesar, encuentra un sentido a la vida que nunca imaginó y termina sus días sumido en la nada sin encontrar respuestas al caudal de preguntas que lanza. El genio de Bergman logra que el cine, con sus características propias de arte e industria, exprese o transfigure preocupaciones hondas sin perder un ápice su calidad de espectáculo visual. Todo un acontecimiento, pues su saber teatral le permite poner en escena conflictos que en otras manosm hubieran devenido en mera recreación icónica. Sólo Tarkovski, a quien Bergman admira, conseguiría más tarde alcanzar semejantes alturas discursivas.
La trilogía sobre el silencio de Dios
Aunque para muchos y aun para el propio Bergman estas tres películas no constituyen un todo, sus afinidades y la contigüidad cronológica no dejan margen para dudar. En ellas, los personajes viven aislados, en una isla o en un país del que no conocen el idioma o en medio de una guerra, y en dicho aislamiento se plantean sus dudas y viven duras experiencias. Además, da la impresión que Bergman confronta tres conceptos sobre Dios en cada una: el amor, en A través de un vidrio oscuro; la seguridad, en Luz de invierno; y la palabra, en El silencio.
En la primera, cuyo título fue extraído de I Corintios 13.12 (”Ahora vemos por espejo oscuramente”), un escritor siempre atareado pasa unos días con sus hijos, un adolescente y Karin, una joven esquizofrénica casada con un médico que la cuida con amor. Los días de estancia en la isla, en medio de un verano esplendoroso, se convierten en una pesadilla para todos y especialmente para el padre, confrontado con su capacidad para acercarse a sus hijos.
Un momento climático es cuando Karin descubre que es observada por su padre para describir su estado en una novela. El problema familiar alcanza niveles metafísicos cuando ella escucha voces y cree ver la aparición de Dios en forma de araña. La pregunta sobre Dios al final se formula en la clave del amor. El padre reconoce su lejanía e intentará superarla. Parece que el autor concentra en la vida de una mujer enferma, incapaz de distinguir sus realidades exteriores e interiores, la capacidad de ver a Dios del otro lado de la existencia, sin posibilidad de unir aquéllas, pues el destierro de lo sagrado en la vida real es inevitable. Sólo es posible acceder a él desde lo patológico, lo anormal.
Luz de invierno muestra a Thomas, un pastor viudo, realizando su trabajo litúrgico, con Bach como música de fondo, en una iglesia casi vacía. Enfermo y solitario, el amor de Marta, una maestra atea, es una carga insoportable. Cuando un campesino y su esposa le piden consejo pues sienten vacilar su fe ante la amenaza nuclear de la época, es incapaz de ofrecer alguna solución. El campesino se suicida y Thomas se sumerge en un abismo que nada es capaz de llenar. Se trata de un abordaje directo a la problemática de un profesional de la religión que no puede representar a Dios porque éste no da señales de su existencia. Bergman cuenta la historia de un hombre que quiere escaparse de la realidad en sus relaciones con Dios, pues le es imposible hacer contacto con los seres humanos. Realiza los ritos de la fe, que para él se han vaciado completamente de sentido. Abandona al campesino a su suerte con sus preocupaciones.
Esta película ha sido vista como ejemplo máximo de ascetismo visual, porque muestra al protagonista en largos y atormentados planos durante el culto, y usa primeros planos ante paredes blancas para aislar a los personajes. La liturgia es asumida como un espectáculo humano desprovisto de significado. El parecido de Luz de invierno con Diario de un cura de aldea, de Bresson, sugiere que Bergman tal vez se inspiró en aquella, especialmente en el uso de la luminosidad como elemento simbólico. Company resume muy bien el contenido de la cinta: “El pastor se ve literalmente escindido entre un imposible amor a Dios (por ausencia de fe, de convicción) y una negativa a convertirse en objeto del deseo de Marta (por egoísmo y falta de sensibilidad)”.
En El silencio, destaca Drew, se estudia una importante consecuencia de la muerte de Dios: el humanismo y las relaciones personales dejan de tener un significado real. Esther, su hermana Anna y su sobrino Johan atraviesan en tren un país oscuro y extraño, quizá en guerra.
Los tres se dirigen a casa pero deben parar en una ciudad, pues Esther está muy enferma y sufre una crisis. Las hermanas no tienen nada que decirse y su relación es una mezcla de odio y dependencia, de la cual es testigo el pequeño. En un hotel esperan el momento para seguir el viaje: Esther quiere trabajar y su hermana anhela salir del tedio y la angustia mediante una sexualidad desenfrenada. En este film el problema teológico es menos aparente, aunque engañosamente, pues la crudeza de las imágenes y la profundidad lograda en la expresión del sufrimiento humano sobre dramatiza el peso de la ausencia divina y redefine la vida como un espacio desprovisto de elementos trascendentales. Dominados irremediablemente por sus pasiones, los personajes femeninos huyen hacia un silencio segundo, esto es, al que procede del silencio de un Dios que quizá habló antes.
Se ha objetado la interpretación religiosa de esta trilogía, al grado de que algunos, como Álvaro Buela, critican la excesiva credibilidad de quienes le siguieron el juego a Bergman: Lejos de la reflexión obsesiva, auténticamente mística, que puede encontrarse en la obra de un Rossellini, de un Dreyer, de un Bresson, incluso de un Pasolini, el misticismo de Bergman resuena, hoy más que nunca, como un artilugio retórico para adornar sus demonios más viscerales: el infierno de la convivencia, la impotencia del amor y de la comunicación, la omnipresencia de la muerte, el endiablado universo afectivo. Es en estos niveles, no en el metafísico, donde la “trilogía” genera su monto de verdad cinematográfica, y opera como un campo de pruebas para la explosión devastadora de Persona (1966), donde la idea de Dios ha devenido tan fútil como las palabras.
Agrega: “Ya de viejo, Bergman identificó aquellos devaneos pseudo religiosos como expresión de una búsqueda personal, deudora de atavismos infantiles relacionados con un padre calvinista. Es decir, los redujo a una construcción neurótica, no por eso menos torturante”. Y concluye: “Liberadas de su apéndice trascendental, las películas de la ‘trilogía’ adquieren su real valor y admiten un abordaje mucho más acorde con la despojada, indestructible nobleza de su forma.”
Sea como fuere, esta veta apareció de manera muy consistente en esta etapa del desarrollo artístico del director sueco. Según Zubiaur, luego de comprobar que su insaciable búsqueda de Dios no lleva sino a un callejón sin salida, “Bergman se ha esforzado por descubrir en la religión humana sincera el aliento divino. En otras palabras, si resulta vana la comunicación vertical con la Trascendencia, permanece la comunicación horizontal entre los humanos basada en una relación ética que pueda traer paz al espíritu”. Por lo mismo, en películas posteriores, como La Carcoma (The Touch, 1970), Gritos y susurros o Fanny y Alexander, el elemento religioso aparece muy atenuado y el énfasis se centra en los conflictos humanos. Es como si Bergman hubiera agotado esta búsqueda para concentrarse en la indagación de los comportamientos individuales y colectivos.
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