La experiencia de Dios

Jairo del Agua


¡Entréme donde no supe!

No sin advertir que la "experiencia de Dios" también es movible, se mueve a medida que el individuo lo intenta con "determinada determinación" que diría Teresa de Jesús. Por eso confieso que lo que referiré corresponde a una etapa de mi vida pasada, a una descripción racionalizada de un determinado proceso.

Experiencia, según el diccionario, significa: "Enseñanza que se adquiere con el uso, la práctica o el vivir". Es decir, uno tiene experiencia de aquello que conoce directamente, sin intermediarios. Pero, en una 2ª acepción, experiencia es sinónimo de experimento: "Acción y efecto de experimentar". De las distintas acepciones del verbo experimentar, me quedaré con la 3ª por ser la más apropiada al presente tema: Experimentar significa: "Notar, echar de ver en sí mismo una cosa, una impresión, un sentimiento, etc."

La experiencia de Dios supone cierto conocimiento sin intermediarios porque, aún brotando como sensación desde el ser, la inteligencia observa, analiza y describe lo que ocurre en el interior. Pero la experiencia de Dios tiene más que ver con experimentar: "Notar en sí mismo una presencia, una impresión, un sentimiento". De ahí que, quienes han experimentado esa presencia, esa sensación, hablen del "Dios personal": un Alguien que se percibe individualmente en el interior de uno mismo.


1. La experiencia de Dios es una sensación profunda

Ésta sería una primera y sencilla descripción. Se trata pues de una "sensación de contenido sicológico"[1] y no de una "sensación puramente física o corporal"[2]. Se toma distancia así de la simple actividad de los sentidos. Lo que no quiere decir que la sensación sicológica no tenga repercusiones, más o menos fuertes, en el cuerpo.

Se trata de una sensación profunda que se percibe como durable, emanando de lo esencial de uno mismo y no de la periferia de uno mismo. Esto lo sintetiza Juan de la Cruz en este verso: "Entréme donde no supe / y quedéme no sabiendo, / toda ciencia trascendiendo. /... consiste esta suma ciencia / en un subido sentir / de la divinal esencia..."[3]. Teresa de Jesús habla de sentimiento de la presencia de Dios: "Acaecíame… venirme a destiempo un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí o yo engolfada en él".

La palabra sentimiento es gramaticalmente ("acción y efecto de sentir o sentirse" e "impresión y movimiento que causan en el alma las cosas espirituales") equiparable a la sensación profunda de que aquí hablo.

Esta experiencia nace pues en lo profundo del ser humano, en su corazón (en el sentido más bíblico de la expresión). No es una experiencia cerebral, no se trata de un convencimiento o una intuición intelectual, ni de un esfuerzo voluntario, ni de un acto de fe. Se trata de un "contacto hondo y vital", nada racional, aunque la previa formación intelectual del sujeto pueda prestar cierto servicio y crear cierto marco.

La disposición del yo cerebral (inteligencia, voluntad y libertad), para que surja esta experiencia o ante esta experiencia, ha de ser de sumisión a ese otro centro autónomo de la persona que es el ser[4]. La cabeza es incapaz de hacer brotar esa fuente por mucha formación que acumule.

La inteligencia podrá intentar unos medios, un método, unas circunstancias, que faciliten esa experiencia, y después comprobar lo que ha ido bien para conseguirlo.

La libertad podrá elegir esa búsqueda profunda en vez de otras alternativas más superficiales y atractivas para el cuerpo, la sensibilidad o la inteligencia. Es decir, la libertad elegirá ponerse a orar rodeándose de las mejores circunstancias posibles.

La voluntad movilizará las energías del cuerpo para llevar a cabo la previa elección de la libertad. La "determinada determinación" de "hacer oración personal todos los días" requiere la elección de la libertad, pero también el esfuerzo de la voluntad para sacudir nuestra pereza, escusas, superficialidad, y dedicar el tiempo prefijado. Todos sabéis que la "falta de tiempo" es la excusa más pegajosa y habitual para no intentar esa preciosa experiencia. Ahí ha de intervenir una voluntad firme y constante.

Por ejemplo:

Alguien que busque y decida "tocar" a Dios, experimentarle, podrá empezar por consideraciones intelectuales (meditación) que le acerquen al objeto de su búsqueda. O podrá abrir la puerta de la escalera que conduce al ser (a su propia bodega), es decir, la puerta del recogimiento.

Teresa de Jesús insistirá mucho en este primer paso del recogimiento[5]. De hecho, todos los tratados de oración de la rica tradición cristiana no son más que prólogos para preparar el entorno y disponer las distintas instancias de la persona (cuerpo, sensibilidad, yo cerebral) para centrarse en la instancia prioritaria (el ser) y esperar el encuentro, la revelación del Dios vivo. Conviene advertir que no caben voluntarismos, ni esfuerzos cerebrales, ni impaciencias. Tan solo paz y abandono permaneciendo sumergidos en unas circunstancias lo mejor posibles (soledad, silencio o música apropiada, cuerpo cómodo y relajado, etc.).

El ser humano no puede hacer más que eso: prepararse y esperar. Por eso la vida del hombre es un permanente adviento, como dice Martín Velasco[6]. Ningún método de oración, por sí mismo, puede hacer surgir la experiencia, el contacto, la sensación profunda de que hablo. Sólo podemos ahuecar nuestra tierra, sumergirnos dócilmente en el ser y esperar. Sólo podemos bajar a "la interior bodega"[7], el vino no nos lo podemos servir.


2. La experiencia de Dios es una sensación profunda de aspiración

Conviene precisar previamente que en toda persona surgen dos clases de "movimientos interiores": aspiraciones y necesidades.

a) Las aspiraciones provienen de las potencialidades del ser que tienden a desarrollarse y actualizarse continuamente. Son "movimientos de salida", de entrega, de búsqueda, que mueven, desarrollan, completan y perfeccionan a la persona sin exigir respuesta. Lo único que busca la persona es "vía libre" para sus aspiraciones, que no se le pongan obstáculos.

La aspiración más básica es la aspiración a la vida (interior y exterior) que nos impulsa desde nuestro nacimiento. Las aspiraciones suelen representarse por una flecha recta hacia arriba: sale de uno mismo sin vuelta.

b) Las necesidades son la expectativa de una respuesta. Son por tanto "movimientos de exigencia o egocéntricos" (que no es igual que egoístas). Son las necesidades normales, presentes en todo ser humano (como pueden ser la necesidad física de comer o la necesidad sicológica de ser reconocido o amado). Se suelen representar en forma de anzuelo, un movimiento que sale de uno mismo pero para conseguir algo, para obtener respuesta.

Han de distinguirse de las necesidades anormales o carencias que son "necesidades exageradas", resultado de carencias pasadas, de traumas de la historia personal. Éstas son "necesidades patológicas" (aunque sean muy habituales) que precisan "curación" o "reeducación" para conseguir el equilibrio normal de la persona. Valga este breve recordatorio para situarnos.

Pues bien la experiencia de Dios es una "aspiración" neta y global (más o menos sentida en aspiraciones concretas) que sintetiza todas las aspiraciones profundas de la persona. Así parece expresarlo la conocidísima frase de san Agustín: "Nos hiciste, Señor, para ser tuyos y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti". Ese descanso, aunque parcial y limitado, se produce en la experiencia terrena que intento describir.

Los místicos afirman que la contemplación (una concreción de la experiencia de Dios) es "totalizadora", es decir, totaliza, integra, responde a todas las aspiraciones profundas del hombre. San Juan de la Cruz escribe: "En la noche oscura / con ansias en amores inflamada... Sin otra luz y guía / sino la que en el corazón ardía. / Aquésta me guiaba / más cierto que la luz del mediodía..."[8]. Y en otro poema: "Allí me mostrarías aquello que mi alma pretendía..."[9]. Las palabras "ansias", "ardores", "anhelos" son sinónimos poéticos de la aspiración sicológica. Además, "la certeza" es una de las características de estas aspiraciones profundas.

Otro ejemplo muy claro es todo el poema "Ayes del destierro" de santa Teresa, inundado de aspiraciones profundas: "Ansiosa de verte / deseo morir" (estribillo), "En vano mi alma / te busca, ¡oh mi Dueño! / Tú, siempre invisible, / no alivias su anhelo"; "Socorre a tu sierva, / que por ti suspira. / Rompe aquestos hierros, / y sea feliz".

La sicología y la sicopedagogía del crecimiento arrojan mucha luz sobre esta cuestión. Describen el ser de la persona (base y cimiento de la personalidad) como un cono truncado (tronco de cono) cuya plataforma superior está constituida por todos los aspectos positivos de la persona.

Esta plataforma no es estática sino que el tronco de cono va emergiendo a lo largo de la vida, impulsado por un "dinamismo de crecimiento", y su plataforma superior (roca de ser o zona emergida del ser) se va agrandando e irradiando cada vez más la sensibilidad y, por tanto, haciéndose más sensible a la persona. La base del tronco de cono estaría abierta al infinito, es decir, a una Transcendencia que se percibe como "la infinitud de todas las aspiraciones profundas del hombre".

Efectivamente, una persona puede sentir y hacerse consciente de las aspiraciones de amor, bondad, paz, justicia, etc. que le habitan en su interior. Pero esas aspiraciones nunca se colman. Cuanto más se acerca uno a esas realidades interiores (sensaciones y no conceptos), más viva, aguda y urgente se siente la aspiración.

Al mismo tiempo, el ser humano tiene evidencia intuitiva de su limitación. De forma que, esa aspiración insaciable, sentida, vital, dinámica, que late en su interior, puede ser contrastada fácilmente con su propia limitación. Este contraste le llevará a intuir el Amor total, la Bondad total, la Paz total, etc. como "la plenitud de sus aspiraciones" y como una realidad distinta de uno mismo que, sin embargo, le habita en lo más profundo de sí mismo. Esa intuida Plenitud es Dios mismo, al que percibimos como "la Infinitud de nuestros propios dones". Es como si dentro de nosotros mismos hubiera una escotilla que se abre al infinito, a lo transcendente, a lo invisible, y a través de la cual podemos sumergirnos en ese océano que nos atrae, que nos fascina, que está hecho de la inmensidad de nuestros mismos colores. A esa realidad, que nos trasciende y nos habita al mismo tiempo, la llamamos Dios.

Un ejemplo: Quizás estos versos expresen plásticamente esa "sensación profunda de aspiración" junto con la intuida certeza de nuestra "limitación":


Pobres palabras

¡Qué pobres son las palabras
para decir lo que siento!
No puedo expresarte ¡Vida!
lo que palpita en mi cuenco.

Qué pequeños estos trazos,
que nadería estos versos.
No logro decirte nada
de lo que bulle en mi pecho.

¡Qué pobres son las palabras
para abarcar lo que quiero!

Amor
Alabanza
Fuego

Quiero besarte, Padre,
y echarme sobre tu cuello,
para decirte al oído
lo que por Ti estoy sintiendo.

¡Mas qué pobres mis palabras
para alabarte, Dios bueno!

Búsqueda
Fusión
Encuentro

Este hambre que pusiste
en mí de Ti, Dios excelso,
no deja en el corazón reposo
y siempre me late inquieto.

Entrega
Plenitud
Anhelo

Claman mis manos abiertas
por elevarse a tu Cielo
y no nacen las palabras
que sean para Ti incienso.
El arco iris quería
darte en ofrecimiento
y sus colores se licuan
en mis ojos entreabiertos.

Bendecirte pretendía
cual verde y crecido cedro,
mas solo tengo pobreza
y la pequeñez del romero.

¡Qué pobres son mis palabras
para alabarte, Dios bueno! [10]


3. La experiencia de Dios es aspiración y presencia

La sensación de aspiración es común a las "experiencias de ser" y a las "experiencias de Transcendencia". Ambas sensaciones son dinámicas. (Me sigo refiriendo a las aspiraciones profundas del ser y no a los deseos del yo cerebral u otras instancias de la persona como son los ideales, proyectos, satisfacciones, etc.).

La "aspiración" es una energía, contenida en las realidades positivas del ser, que impulsa al desarrollo y a la acción. Se percibe como un impulso a afirmar mis dones personales, a crecer y a proyectarme en mi entorno.

La "experiencia de ser" consiste en concienciar mis rasgos constitutivos y sumergirme en ellos, dejándome sentir las sensaciones profundas que laten a ese nivel del ser. Es lo que algunos sicólogos llaman "tiempo de ser", una especie de baño vital en lo mejor de uno mismo.

La "experiencia de Transcendencia", sin embargo, se percibe como una profundización mayor, un sumergirse en el manantial infinito de mis rasgos, como un acercamiento al origen de mi ser, como una succión desde el centro de mi vida a lo desconocido, a lo inabarcable y misterioso.

Pero, sobre todo, lo que caracteriza esta experiencia es la sensación neta de una Presencia: Un "más que yo" en mí.

Es frecuente que una "experiencia de ser" desemboque en una "experiencia de Transcendencia" por ese contraste, ya descrito, de mi finitud con la Infinitud que intuyo bajo mis rasgos esenciales. Lo más difícil es sumergirse en lo profundo de la persona, en el ser, una vez allí es sencillo deslizarse por esa apertura a la Transcendencia que late en el fondo[11].

Para facilitar una visión plástica de esas dos experiencias (del ser y de la Transcendencia) destacaré su parecido con los dos movimientos vitales de una semilla: Una vez sumergida en el entorno adecuado, se producen dos desarrollos: Uno hacia abajo con el "despliegue de sus raíces" y otro hacia arriba con la "emergencia y crecimiento de un tallo" que, llegada la madurez, dará los frutos de su especie.

Esa planta viva depende de sus raíces, pero su desarrollo será hacia fuera y sus frutos serán la expresión de su madurez. Si un árbol tuviera consciencia y sensibilidad podría percibir la tierra como algo inmenso, en cuyo seno se pierden sus raíces, y se sentiría inundado por la savia que le llena de vida y le empuja a crecer. La inmensidad del terreno sería la Transcendencia. La savia sería el ser cuyo dinamismo le empuja a crecer, a expandirse y dar fruto.

Estos versos pueden expresar plásticamente cómo desde las "aspiraciones del ser" (lo positivo que late en el fondo) uno se desliza hacia esa Presencia que se hace evidente y nace el diálogo:


De Rodillas

De rodillas a Ti vengo
herido de adoración.
De mi barro redimido
mana luz de admiración.

Inmensidad
Plenitud
Grandeza

Te llama mi ser pequeño
borracho de esta pasión
de búsquedas y de encuentros
latiendo en el corazón.

Cuidado
Amor
Providencia

Sólo a ciegas te persigo
urgido de esta atracción
que siento mueve mi alma
sin saber por qué razón.

Paz
Ternura
Belleza

Desde niño me miraste,
yo no sé por qué, mi Amor,
me cogiste y me abrazaste,
endulzaste mi dolor.

Te convertiste en mi Padre,
bajaste a mi cascarón.
Mi orfandad quedó habitada
de tu dulce posesión.

¡Mi Dios, mi Padre, mi Todo!
Yo te adoro con fervor.
Te doy mi barquita chica,
navega mi corazón.

De rodillas a tu vera
me siento henchido de sol.
Cuanto más mi cabeza inclino,
más me invade tu esplendor.

¡Ven papaíto mío!
¡Ven Amor, Amor, Amor!
Que se me evapora el alma
fundida en tu adoración.


4. La experiencia de un Dios personal

La expresión "personal" no tiene nada que ver con apropiación, limitación o capricho. El Dios que se revela en el interior de la persona es siempre universal, eterno, único, total.

Sin embargo, la experiencia de ese "más que yo" dentro de mí se concreta con tintes subjetivos. Es decir, el agua del manantial adquiere los contornos del cántaro, del sujeto de la experiencia.

La percepción (sensación) de esa íntima Presencia puede percibirse como Todo, Infinitud, El que es, Eterno, Padre, Amor, etc. Incluso se vive esa Presencia sin intuir un nombre, como quien está inmerso en lo desconocido, en lo misterioso y sublime.

Otras veces esa Presencia toma el nombre de aspiraciones concretas que habitan nuestro ser. Se trata del fenómeno, ya descrito, de comprobar vitalmente (por sensación profunda) que nuestras limitadas "aspiraciones de ser" tienen una prolongación infinita más allá de nuestro ser. Entonces nombramos esa Infinitud, que se hace presente en nuestro interior, con el mismo nombre de nuestra aspiración o rasgo de ser.

Un ejemplo puede ser este verso de san Juan de la Cruz: "De paz y de piedad / era la ciencia perfecta / en profunda soledad / entendida (vía recta) / era cosa tan secreta / que me quedé balbuciendo / toda ciencia trascendiendo"[12].

La experiencia de la Transcendencia se da, por tanto, con mi color, con mis características, en la realidad concreta de mi ser y de mi persona. La vida se encarna en nosotros, las experiencias transcendentes también.

Por eso podemos hablar de un "Dios personal" que se revela en la identidad de nuestro ser. Sería mucho más propio hablar de experiencias, de algo que es plural, variado, mutante, precisamente porque se encarna en nuestra vida personal, en su progresión, en su contingencia, en su movilidad. Se trata, pues, de experiencias encarnadas, enraizadas en los rasgos constitutivos de nuestro ser, de nuestra personalidad.

Baste recordar cómo se representa a los Santos con distinta simbología, según sus preferencias espirituales.

En consecuencia, considero que siempre afecta a estas experiencias la formación del individuo, su perfil sicológico, su historia y sus circunstancias. Aunque se trate de experiencias más allá del cuerpo (sentidos), más allá del yo cerebral (inteligencia, voluntad y libertad), más allá de la actividad normal de la sensibilidad, vienen afectadas por la subjetividad y desarrollo personal, son "experiencias encarnadas".

Cuanto más desarrollada y equilibrada se encuentre la persona (rasgos específicos, funcionamientos, actuar esencial y lazos esenciales) más facilidad encontrará para sumergirse y encontrarse con esa Presencia que nunca falta a la cita cuando se la busca. Siempre responde, siempre está a la puerta:

Una vez más comprobamos cómo la disposición subjetiva y la respuesta del individuo afecta a la espiritualidad, a la cosecha, al progreso hacia la plenitud, como muy bien describe "la parábola del sembrador" (Mt 13,3 – Mc 4,3 – Lc 8,5).

Otro ejemplo de la concreción de ese Dios personal:


Contigo dentro

¿Por qué se arrodilla mi alma
cuando vienes a mi encuentro?
¿Qué has puesto dentro de mí,
que se estremece a tu aliento?

Dime, Señor mi Dios:
¿De qué madera estoy hecho?
¿Por qué fluye en mis entrañas
este ardiente sentimiento?

Quiero verte
y no te veo.
Quiero tocarte
y no puedo.

Y, sin embargo, me das
la evidencia de aquí dentro.
¿Qué quieres hacer conmigo
cuando brotas en mi centro?

Siento la luz de tus ojos.
Noto el calor de tus besos.
La emoción mana en hervores.
Tu dulzor me llega presto.

¿Qué debo hacer, Amor?
Si me tienes aquí preso.
Si mi cabeza se inclina,
sumisa, contra tu pecho...

Dime, mi buen Amor,
¿Qué hago contigo dentro?
Si me llueven por los ojos
de mi interior los anhelos.
Si ya no me gusta nada
que no sea tu remedo...

Quiero verte
y no te veo.
Quiero besarte
y no llego.

Si me has cautivado, Amor,
dime por qué te quiero.
Por qué te adora mi alma
cuando tu susurro siento.
Por qué me sube este gozo
cuando me inclino hasta el suelo.

Eres más grande que yo,
eso ya puedo verlo.
Me inundas por todo lado
y rebasas mi cimiento.
Tu presencia se desborda
dentro de mí, Dios Inmenso.

Te gusta mostrarte así
en las honduras del centro.
Y te invitas a mi casa
como mi amigo más bueno.

¿Qué me pides, buen Amor?
¿Qué me pides, Amor bueno?

Si llenas todo mi ser.
Si por mi Dios yo te tengo.
Si estoy buscando por Ti
en dónde volcar mi vuelco.

Mi frágil fe entreteje
los hilos de aquel recuerdo:
¡Es verdad que nada pides
y sólo dices: "te quiero"!

La exigencia me enseñaron
de servirte siempre alerto.
De no olvidarme del barro
con que fui un día hecho

Mas Tú te vienes a mí
con tus guiños y tus juegos.
Te escondes en mis entrañas,
me inundas de paz y beso.

Dime, mi buen Amor,
¿Qué hago contigo dentro?


5. Las dificultades

A estas alturas podemos definir la experiencia de Dios: "Una sensación profunda de aspiración que revela la Presencia velada e infinita de lo ansiado en lo íntimo de uno mismo". O como lo expresa Juan de la Cruz: "¡Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados!"[13].

Por tanto, las dificultades para experimentar esa sensación y esa Presencia en lo íntimo vendrán dadas por el nivel de las vivencias del sujeto.

Quien vive fuera de sí, inmerso en el ENTORNO (material o humano), no encontrará siquiera la puerta para entrar en su propia casa.

Quien sólo vive desde el CUERPO, anclado en lo que tradicionalmente se ha llamado "concupiscencia" (nivel de los apetitos animales) y "sensualidad" (nivel de los sentidos), tampoco encontrará la bajada a su interior. Lo que no quiere decir que lo corporal sea malo, sino una instancia de la persona "dependiente" y no "dominante".

Quien vive a nivel de la SENSIBILIDAD ha entrado en el zaguán de su casa pero está expuesto a todos los vientos. Sin lastre, sin referencias profundas y estables, la sensibilidad se convierte en un globo sin anclaje ni rumbo, azotado por todas las corrientes externas e internas. Imposible desde ese torbellino iniciar una bajada al fondo estable de sí mismo. (Hasta aquí nada distinto de lo predicado por la ascética tradicional).

Lo sorprendente es que, durante demasiado tiempo, muchos maestros espirituales han fijado el control de las anteriores instancias de la persona en el YO CEREBRAL (inteligencia, voluntad y libertad), al que han considerado la instancia suprema del hombre. Así han proliferado ascetas que han fustigado el cuerpo y la sensibilidad, amputando dos elementos vitales de la persona humana. Si se rechaza y cercena la "caja de resonancia" del ser humano (cuerpo y sensibilidad) será imposible notar las vibraciones de la presencia de Dios, ese "ligero susurro de aire" que alertó a Elías (1Re 19,12).

El ser humano es un ansia permanente de gozo y felicidad. Aunque cercene las atracciones superficiales (físicas o sensibles) no cejará en su empeño (muchas veces subconsciente) de encontrar algún tipo de gozo.

Muchos lo han encontrado en la INTELIGENCIA. Y hasta se han extasiado con el fino y permitido placer intelectual, que les ha servido de "compensación" a la amputación de otras partes de su persona. Muchos teólogos se han deslizado por esta pista creyendo que se acercaban a Dios de forma cierta, segura y hasta deleitosa intelectualmente.

Sin embargo, es imposible encerrar a Dios en una idea, ni captarle en un silogismo. Sugerente es, a este respecto, aquella frase de Tomas de Aquino: "He aprendido más delante del Sagrario que en los libros".

Interminables serían las citas de Juan de la Cruz: "entréme donde no supe", "toda ciencia trascendiendo", "un entender no entendiendo", "ese saber no sabiendo", "a escuras y segura", "noche oscura", "venir a lo que no sabes por donde no sabes", "ya cosa no sabía", "aunque es de noche", etc.

En ellas se insiste y se ratifica esta verdad: A Dios no se le alcanza, no se le toca, no se le experimenta desde la INTELIGENCIA, sino desde la serena profundidad e intuición del SER. "Después del viento, un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Tras el terremoto, un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego" (1Re 19,11).

También hay quienes pretenden llegar a Dios desde la VOLUNTAD, a base de puños, de esfuerzo, de movilizar energías. Suelen ser personas fuertes, dotadas de una energía singular, con una "conciencia cerebral" (basada en normas) muy desarrollada. Seguramente serán tan intransigentes y férreos con los demás como lo son con ellos mismos.

Estoy hablando de una "personalidad voluntarista" que ha sido muy frecuente -tal vez sigue siéndolo- entre personas religiosas con responsabilidades y cargos. Son elegidas o designadas precisamente por su fuerza y orden para llevar el timón de la comunidad o institución, aunque sea a costa de "quebrar" a las personas. Pretenden dar una "imagen" ejemplar, especialmente a los de arriba, basada en el cumplimiento normativo. Y su rigidez les incapacita para tener una mirada misericordiosa hacia los de abajo. Consideran su "autoridad" como recibida del "poder de Dios", más que como una obligación de servicio y de entrega a los otros.

A este tipo de personas les será muy difícil, por no decir imposible, llegar a la "experiencia de Dios", aunque se consideren muy religiosas y muy perfectas.

Recuerdo, al hilo de esto, aquella frase de san Josemaría Escrivá: "¡Cuántos que se dejarían enclavar en una cruz, ante la mirada atónita de millares de espectadores, no saben sufrir cristianamente los alfilerazos de cada día! - Piensa, entonces, qué es lo más heroico[14]. O como se cuenta de Elías: "Sopló un viento fuerte e impetuoso que descuajaba los montes y quebraba las peñas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento" (1Re 19,11).

Finalmente hay quienes no usan la LIBERTAD y siguen un camino predeterminado, no autónomo. Prevalecen en ellos las normas, las cuadrículas, los mapas. No hacen "opciones de vida", no utilizan su "conciencia profunda", sólo siguen los caminos trazados por otros, imitan y repiten. A este seguimiento, carente de opción propia, de compromiso vital, de coherencia profunda, suele acompañarles un "voluntarismo obediente". Se apoyan en la voluntad de quien dirige, que todo lo justifica. Unas veces con enorme esfuerzo (voluntarismo) y otras con una obediencia mecánica, siendo satélites de otros (emulación pasiva). Podríamos llamarles "adoradores del sábado", complacidos con sus ritos y rutinas.

Esta rigidez, como todas las anteriores, endurece a las personas y dificulta el descenso al SER, único lugar donde Dios se revela. Es más, tanto la "rigidez" como la "dependencia" -de algo o alguien- impiden tomar el camino de descenso. Bien porque el sujeto no se fía más que de los caminos trillados y no se atreve a probar otros nuevos. Bien porque no acierta a abandonarse a sus sensaciones profundas, ni a ser dócil a la voz del ser. Bien porque sus hábitos e ideales están construidos desde el "yo cerebral" o desde "los otros", con abandono de su propia bodega.

Durante un curso de Sicopedagogía del Crecimiento, un sacerdote dominico rezó públicamente esta improvisada oración: "Te doy gracias Padre porque, después de estar toda mi vida intentando ser alpinista para conseguir las cumbres de mis ideales, por fin me he dado cuenta que lo que importa es ser minero". Se me quedó grabada esta plegaria porque sintetiza muy bien la dificultad -subconsciente e ignorada- de muchas personas religiosas: Intentan caminar hacia arriba y hacia fuera, cuando la fuente de la Vida está dentro y profunda. Lo dice expresamente el Evangelio: "El reino de Dios está dentro de vosotros" (Lc 17,21).

Todas las dificultades esbozadas se resumen en una: La insuficiente "puesta en orden" de la persona. "Estando ya mi casa sosegada", dice Juan de la Cruz. Para conseguirlo son de enorme ayuda determinadas Sicologías actuales que nos ayudan a reencontrar el orden natural, derivado de la propia constitución del ser humano, de su propia naturaleza. Esto ayuda mucho más que las teorías sobre la "gracia" que han inundado la tradicional pedagogía religiosa. Por la sencilla razón de que la "gracia" siempre está ahí, queriendo brotar desde el fondo, porque Dios no es un cuentagotas sino un torrente.

El problema principal radica en encontrar "el camino de la interioridad". Por eso ayuda mucho la Sicología y la Sicopedagogía del Crecimiento. Nos ayudan a restablecer el orden o equilibrio de la persona, a encontrar el correcto funcionamiento de las 4 instancias de la persona (cuerpo, sensibilidad, yo cerebral y ser) y a vivir un orden de prioridades entre esas instancias.

La primacía la tiene siempre el SER, como centro autónomo de la persona, al que deben someterse tanto la INTELIGENCIA (el otro centro autónomo) como el resto de las instancias o niveles de la persona.

Durante mucho tiempo se pensó que el único y máximo centro autónomo del hombre era la INTELIGENCIA, pero se ha descubierto que la fuente de la vida y el cimiento de la persona está en las profundidades del SER, irremisiblemente conectado con una Transcendencia, porque estamos enraizados en ella, porque estamos hechos "a imagen y semejanza" (Gen 1,26). Cada religión la llamará de una manera, pero la experiencia es común.

He escrito repetidamente que el Evangelio no es más que el "mapa de humanidad" que los hombres habíamos perdido o el "libro de instrucciones" del ser humano, el "manual de uso" de la persona. La forma cultural en que está escrito, a base de ejemplos prácticos (parábolas) y dichos (logion), en contraste con la influyente cultura griega y romana del hombre como sujeto de fuerza e inteligencia, nos ha dificultado la interpretación de la "buena noticia": el camino de retorno al orden original y a la experiencia de Dios como Amor y Padre.

Nuestros místicos, siempre adelantados a su tiempo, ya describieron la necesaria "puesta en orden" de la persona y la "docilidad" de la INTELIGENCIA al SER. San Juan de la Cruz lo describe: "salí sin ser notada / estando ya mi casa sosegada / a escuras y segura / por la secreta escala disfrazada /... a escuras y encelada estando ya mi casa sosegada. /... sin otra luz y guía / sino la que en el corazón ardía..."[15]

Las investigaciones y experiencias de la Sicopedagogía del Crecimiento del sacerdote católico André Rochais[16] han venido a confirmar las intuiciones y experiencias de nuestros místicos.

Por contra, los tradicionales temores de nuestra jerarquía sobre "lo nuevo", los recelos sobre "la sensibilidad" y "la afectividad" (sensaciones y sentimientos) y, en definitiva, sobre todo lo que no sea "cerebral", está retrasando su incorporación a la formación cristiana.

Sin embargo, el Cristianismo no es más que el "camino de vuelta" al Hombre original, en cuyo centro late espontánea y naturalmente la Vida. En el Evangelio está expresado repetidamente. Cito solo algunas frases: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14,6); "Aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros" (Jn14,20); "Yo soy la puerta; el que entra por mí se salvará; entrará y saldrá y encontrará pastos" (Jn 10,9). Jesús se autoproclamó insistentemente "Hijo del Hombre", es decir, el Humano, el Hombre modelo. Dios se encarnó para enseñarnos experimentalmente a ser humanos, como un padre o una madre se agachan o tiran al suelo para enseñar a andar o jugar a sus hijos.

El expreso designio del Creador quiso hacer una criatura abierta al Infinito, abierta a su Horizonte desde su propio centro esencial. La percepción intuitiva de esta realidad, a través de las emanaciones del ser, captadas por la sensibilidad profunda, es lo que nos hace decir que la persona nace "preñada de Dios". Somos -lo recordamos poco- continente y contenido de un Creador trascendente e inmanente a la vez.

Esta última dificultad, la resistencia a los cambios y novedades de la Iglesia oficial, con ser externa, no es menos importante que las anteriores. Sobre todo para los que vivimos influidos, cuando no compelidos, por una formación religiosa obsoleta y una Teología primordialmente cerebral.

Parece que hayamos olvidado que la religión es, sobre todo, "experiencia de Dios", unión con Dios (religare). Y que Dios es Vida: movimiento, cambio, expansión, crecimiento, desarrollo, explosión, difusión, multiplicación...

A la luz de estas modestas reflexiones habría que intentar el "equilibrio" entre la Teología (tratado de Dios) y la Teopraxis (experiencia de Dios). Esta necesidad late en el Pueblo de Dios, al que las teorías y abstracciones no convencen ni apasionan. A los fieles nos gustaría oír la exclamación de Job en boca de muchos teólogos actuales: "Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos" (Job 42,5).

Viene al caso la famosa anécdota de Tomás de Aquino quien, al final de su virtuosa vida e ingente obra teológica, se negó a seguir escribiendo. Su fuerte experiencia de Dios le hizo confesar a su secretario y compañero que todo lo que había escrito le parecía paja. Ése, en definitiva, es el testimonio de todos los místicos quienes, después de "vivir" a Dios, sólo balbucean.


6. Las esperanzas

Ante tantas dificultades y tan metidas dentro de nosotros mismos nos puede parecer que la "experiencia de Dios" no habrá de conseguirse nunca. O que está sólo reservada a unos pocos privilegiados. Opino todo lo contrario.

Pienso que la experiencia de Dios, en una u otra medida, está al alcance de todos. Es cierto y constatable que no todos estamos igualmente dotados, pero es igualmente cierto que todos podemos crecer, desarrollarnos y dar frutos. Lo recoge muy bien la "parábola de los talentos" y concordancias (Mt 25,14 - Lc19,11 – Mt 13,12 - Lc 8,18).

También es constatable que ese desarrollo de nuestro potencial dependerá en gran medida de nuestra disposición, es decir, de nuestras opciones personales. Si acogemos la vida profunda, ésta por su propia esencia brotará y se expandirá.

Quiero decir que la propia naturaleza humana, aunque deteriorada y desorientada, está dotada de un "dinamismo o instinto de vida" que nos lleva a buscar, a avanzar y a rectificar. Una vez más el "manual de instrucciones" del ser humano lo recoge: "Buscad y hallareis, llamad y se os abrirá" (Mt 7,7 - Lc11,9).

Dicho de otro modo: Desde el mismísimo designio creador la fuerza de Dios está ahí, en el fondo de nosotros mismos, impulsando ese "dinamismo de vida" hacia la vida plena, hacia nuestro orden perfecto, hacia nuestro despliegue total. Ciertamente podemos perdernos, podemos hacer malas opciones, podemos detenernos en lo inmediato, podemos estar heridos y aturdidos por nuestra historia o por nuestro ambiente, ahogados por nuestras necesidades o cegados por nuestras ambiciones.

Pero siempre, siempre, la atracción de nuestro ser, su "dinamismo de vida", nos seguirá llamando, lanzando señales. Esas llamadas se manifestarán por aspiraciones a existir, intuiciones profundas, invitaciones interiores, imperativos puntuales, determinaciones apremiantes y reflejos de ser. Lo diré de forma transcendente: la voz de Dios está grabada en nuestra naturaleza humana, estamos empujados a la plenitud desde el origen.

Y lo visualizaré con la imagen de la mina. Nuestras riquezas personales, todos nuestros dones y tesoros, están encerrados en lo profundo de una mina, nuestra mina individual. En ella se abren amplias galerías que nos comunican con otras minas. Y más allá de nuestros preciosos minerales (nuestros dones) están los lagos y corrientes de tesoros inagotables. Emiten tal resplandor, tal música, tal atracción, es tanto el estrépito de la corriente, que puede percibirse desde la superficie a poco que uno preste oído.

Sin embargo, muchas veces nos sentamos en la embocadura de nuestra mina y no acertamos a bajar. Puede, incluso, que nos hayan facilitado un mapa erróneo (educación y formación). Pero si estamos atentos, si sabemos escuchar, percibiremos los sonidos, las vibraciones, las luces de las fuentes subterráneas, de las aguas freáticas.

Si persistimos en la búsqueda, antes o después nos atreveremos a entrar y bajar. Puede que el túnel esté derruido o cortado por los bombardeos de nuestra historia pasada: "heridas del pasado". Puede que las vigas y traviesas estén descolocadas por los terremotos que hemos provocado o nos han provocado: "malos funcionamientos" (los religiosos los llamarían pecados). Puede, incluso, que haya pozos y túneles falsos que nosotros mismos, en nuestra precipitada ambición, hemos cavado: "malas opciones pasadas".

Pero a medida que vamos restaurando, limpiando, ordenando y construyendo galerías bien orientadas, el descenso será posible. Y, a medida que descendemos, las vibraciones y los resplandores serán más intensos y nuestra motivación para descender aumentará más y más.

Allá, en el fondo de nuestra mina, están los tesoros de nuestra personalidad. Ellos nos permitirán salir de la indigencia y la inestabilidad de la superficie. Nos permitirán una seguridad mayor que contrarreste la ansiedad por cubrir nuestras necesidades materiales.

Pero, sobre todo, podremos experimentar que, bajo nuestros concretos y limitados tesoros, existe un océano inmenso que alimenta todos los dones, todos los colores, todas las músicas y todos los gozos. El encuentro con ese Océano se produce a nivel profundo pero su intuición, la captación de sus vibraciones, la visión fugaz de sus resplandores, puede percibirse desde muy pronto.

Por eso no se puede hablar de "experiencia de Dios" de forma unívoca. Hay tantas experiencias de Dios como personas. Pero además hay experiencias de Dios en distinto grado, en situaciones diversas, en circunstancias anómalas, en distancias aparentemente insalvables. Dios se hace el encontradizo muchas veces en nuestra vida.

Puede que la naturaleza humana esté endurecida pero las ondas que emite esa Transcendencia que habita nuestro subsuelo siempre permanecen. Los brazos de luz del Padre se filtran por todos nuestros poros y nos invitan al abrazo, al gozoso encuentro. Nuestra naturaleza "humana" está construida para ser sujeto gozoso de ese encuentro
.
Muchos casos lo confirman: la conversión de Pablo, la de André Frossard[17] y tantísimos otros... Esos encuentros extraordinarios de los santos, que se relatan como milagros, no son más que la consecuencia de sus búsquedas, de su apertura -consciente o subconsciente- a ese Dios Torrente que siempre está volcado sobre nosotros. A poco que ponemos la embocadura de nuestro cántaro boca arriba nos llega la inundación o el goteo, según el grado de nuestra apertura.

Nuestra disposición, nuestra búsqueda -"buscad y hallaréis"- nuestra apertura y nuestra constancia son la puerta que podemos abrir al que siempre está llamando. El problema está en la volatilidad y la inconstancia de nuestras decisiones. Eso que la sabiduría popular ha descrito como "poner una vela a Dios y otra al diablo".

El problema nunca es decisión de Dios. Él siempre está, siempre responde, siempre socorre, siempre abraza. No existen las "acciones extraordinarias" de Dios, eso que llaman "milagros". Sería muy injusto que a unos se les diera y a otros se les negara. Por eso es absurdo pedirlos. Él siempre se da, siempre se derrama sobre todos, desde siempre y por siempre. Pero somos nosotros, con nuestras actitudes y nuestras decisiones, los que le recibimos o le rechazamos, los que nos inundamos del Dios Torrente y hacemos posible los milagros.

Por eso Teresa de Jesús insiste que para llegar a la "experiencia de Dios", a la oración profunda, hay que empezar por una "determinada determinación" de hacer oración todos los días. Son, por tanto, nuestra fragilidad, nuestra inconstancia, nuestra superficialidad y nuestros revoloteos, los que nos mantienen escondidos en la oscuridad sin exponernos a la luz vivificadora del Sol. (¡Cuántas culturas religiosas han identificado a Dios con nuestro astro padre!).

Otra actitud a evitar es la "comparación" (a veces verdadera envidia). Olvidamos que NO se nos va a medir por nuestros logros sino por la gestión de nuestros dones, de nuestros talentos (habría que meditar bien la parábola). Hay personas que ambicionan ideales o perfeccionismos imposibles para parecerse a tal o cual modelo actual o pasado. Estas inquietudes desproporcionadas dificultan el humilde descenso hacia el encuentro.

Hay un pasaje en el Evangelio en el que hemos meditado poco: "Al verlo, Pedro preguntó a Jesús: Señor y de éste ¿qué? Contestó Jesús: Y si quiero que se quede aquí hasta que yo vuelva, ¿a ti qué te importa? Tú sígueme" (Jn 21,21). Si Dios es Dios, nadie puede pedirle cuentas, ni explicaciones, ni siquiera pretender comprenderle. No cabe más que inclinar humildemente la cabeza y, sin buscar comparaciones, exclamar: ¡Heme aquí! ¡Hágase tu voluntad! Y su voluntad nunca es disparatada, desproporcionada o dolorosa. Se equivocan quienes nos proponen "heroísmos". Su voluntad es la gozosa "santidad ordinaria", que cada uno crezca según su ritmo y sus talentos.

Añadiré finalmente otra observación consoladora. Dicen los teólogos que la contemplación es transformante. Destacaré una faceta de esa transformación: la experiencia de Dios es reparadora. Es decir, no es necesario haber terminado la puesta en orden de nuestra persona, ni haber agotado el descenso a nuestra mina interior, para encontrarnos con esa experiencia, con esa Presencia sanadora. Ya he dicho que hay grados, intensidades y circunstancias. Ciertamente Dios no espera sino que sale al encuentro. Basta ponerse a buscar, iniciar la restauración de nuestra persona, para comprobar que en ese trabajo de desescombro y puesta en orden ya hay una mano que nos ayuda, nos consuela y nos cura.

Conozco a alguna persona que, llorando ante el Sagrario, ha avanzado espectacularmente -a solas y a oscuras- en su proceso sicológico de "curación de las heridas del pasado". Ha experimentado hasta qué punto la "experiencia de Dios" (aún limitada y pobre) constituye una verdadera relación de ayuda, una verdadera terapia humana, una experiencia reparadora y restauradora de toda la persona.

Tengo la certeza de que esa rauda y permanente Presencia es la que ha suplido, en muchísimos casos, los defectos de la formación cristiana y los claros errores de épocas y ambientes.

Intuyo que son y han sido muchísimos los que se han abierto camino hacia esa Presencia interior y han sido guiados por Ella, a pesar de un "ambiente humano" (cultura, principios, métodos, creencias, supersticiones, ejercicio de la autoridad, etc.) muy deficiente o nefasto, a veces "contra natura". Esta constatación supone un enorme caudal de esperanza. Su mano nunca nos suelta y siempre prevalece.


7. Consideraciones finales

He excedido con creces lo que pretendía. No me resisto, empero, a enunciar algunas breves observaciones sobre algunos puntos concretos:

1) ¿Experiencia humana o sobrenatural? Me parece que hemos abusado -tal vez estemos abusando- del término "sobrenatural". Esto tiene, como mínimo, tres consecuencias perniciosas:

a) La escasa valoración e incluso desprecio de la obra de Dios: la naturaleza humana. Y, en consecuencia, de los que llamamos "alejados" o "distintos". Ellos no participan de lo "sobrenatural", son solo "naturales". ¡Enorme error y soberbia!

b) La desmotivación de los fieles que consideran inalcanzable el Camino por ser superior a sus fuerzas naturales. Algo en lo que se ha exagerado demasiado.

c) El traspaso de la responsabilidad personal a Dios: Como es sobrenatural lo que pretendo, depende de Él, yo sólo puedo pedir. Y nos instalamos, consciente o inconscientemente, en la pura mendicidad. Cuando somos hijos y herederos con un "poder delegado" incalculable.


2) ¿Experiencia o contemplación? La contemplación, tradicionalmente entendida, no es más que una concreción de la experiencia. Existen grados o intensidades de contemplación y de experiencia. La línea de separación entre contemplación adquirida (natural) y pasiva (sobrenatural) no está nada clara en la práctica, aunque se haya definido teóricamente.

Me inclino a pensar que tal separación no existe. Dios se derrama sobre todos y se derrama siempre. Las diferencias están en la "apertura" e "inclinación" de nuestro cántaro. A mayor apertura y verticalidad sostenidas, mayor es el llenado.

Las disposiciones del individuo, su limpieza natural (sus raíces sanas), su curación y puesta en orden, facilitan sin duda la contemplación y la experiencia. Sin embargo, esta cuestión meramente teórica, resulta tan poco útil como investigar sobre el sexo de los ángeles. Hay que respetar "el misterio". Lo importante es el cultivo y restauración de nuestra naturaleza "humana" (el reino de Dios y su orden están dentro). Es nuestra parte del trabajo, "lo demás se os dará por añadidura" (Mt 6,33 y Lc 12,31).


3) ¿Quiénes tienen la experiencia? Se considera frecuentemente que los sujetos de la experiencia y contemplación son personas privilegiadas, avanzadas, más bien religiosas de profesión. Esto, unido a la utilización abusiva del calificativo "sobrenatural", tiene también efectos perniciosos:

* Una mayoría de fieles ni siquiera intenta alcanzar esa experiencia, consideran que no es para ellos. Se ven privados, por tanto, de la comprobación experiencial de su dimensión transcendente, de la solidez y fuerza que esa dimensión transmite. Se convierten en cristianos "amputados".

* Esa mayoría tampoco cree en su "vocación a la plenitud", lo que se ha llamado "vocación universal a la santidad". En mi opinión, para "palpar" esa llamada es imprescindible haber hecho alguna experiencia de Transcendencia, único medio de comprobar que, cuando se la busca (otra vez el "buscad y hallaréis") la plenitud estalla en nuestro interior, porque es un proceso natural y universal.

* Se ha producido históricamente una apropiación de la experiencia a favor de nuestra religión, a favor de los consagrados, a favor de los creyentes. En mi opinión, la experiencia de Transcendencia es "patrimonio de la Humanidad" y nace, como un géiser o como invisible manantial, de nuestra propia naturaleza, construida de divinidad, expresamente preparada para ese encuentro.
Las visiones reductivas de la experiencia de Dios privan a muchos no creyentes de "oír" su existencia y su canto a través de la Naturaleza, la propia y la circundante. Y, tal vez, nos privan a los creyentes de disfrutar y agradecer esa revelación permanente de Dios en nosotros mismos, en los otros y en cuanto nos rodea.

4) Características de la experiencia. Me refiero a las que tradicionalmente se predican de la contemplación y coinciden, en mayor o menor grado, con las de toda experiencia de Dios. La contemplación, se dice, es gratuita, pasiva, totalizadora, simplificadora, fruitiva, inefable y transformante.

Respecto a la "gratuidad" opino lo mismo que ya he dicho con respecto a la sobrenaturalidad. También el sol o la lluvia nos llegan gratuitamente y no por eso dejan de ser naturales, o pueden emplearse mejor o peor, o podemos exponernos más o menos a su beneficiosa influencia.

Para un creyente, incluso para cualquier hombre intuitivo, todo es gratuito, todo es don de Dios, empezando por los misterios y potencialidades de nuestra propia naturaleza, de nuestra misma vida. Por eso me parece poco relevante afirmar que la experiencia o la contemplación son gratuitas.

Respecto a la "pasividad" no estoy de acuerdo. Podría repetir aquí las mismas consideraciones del anterior punto 2) Puede que exista cierta "pasividad inmediata" pero quién podrá medir o negar la influencia de la preparación remota, del minucioso trabajo de puesta en orden, del cultivo de la vida interior, del trabajo de curación y puesta en verdad, de la docilidad al ser, de la constancia en la oración... Un géiser o un terremoto pueden surgir de la tierra de forma espontánea y sorprendente pero nadie niega que son consecuencias de las corrientes subterráneas, de la vida interior y respiración deTierra, moviéndose y asentándose durante siglos.

Sí creo a pies juntillas en el efecto "totalizador", aunque me gusta más la palabra "integrador". Porque, efectivamente, el crecimiento y desarrollo de la persona lleva a unaw progresiva integración de todas sus instancias y a una simplificación de toda la persona en torno a su centro (su motor, su origen, su ser). Lo que yo llamo su "central nuclear", el ADSL de Padre en sus hijos.

Es evidente, para quien haya hecho la experiencia, que es "fruitiva". No podría ser de otra forma si consideramos que Dios se ha introducido en la vida del hombre como su propia meta, su propia medida ("sed perfectos como vuestro Padre..."), su única saciedad y su específica felicidad. Dios es al hombre lo que el agua a la sed. Lo expresó muy bien san Agustín en la famosa frase ya citada. ¿Cómo no ha de ser fruitivo el encuentro entre la aspiración y su objeto?

La experiencia de Dios puede describirse, pobremente pero puede contarse. No otra cosa son los bellos poemas de Teresa y el Pequeño Fraile, tanto más bellos y comprensibles cuanta más experiencia de Dios tenga quien paladea y rememora.

Lo que ciertamente es "inefable" es el Objeto de la experiencia, que más bien se convierte en Sujeto del sujeto, en Alguien que envuelve y moviliza, que penetra y vitaliza desde dentro. Y, sin embargo, es inabarcable, indescriptible, inagotable. Ese "Alguien más que yo en mí" nos deja, ciertamente, mudos.

Es también "inefable" la relación, el diálogo interior con ese Ser del ser (lo que el hombre siente ante Quien intuye es su familia, su origen y su plenitud). El poema "Pobres Palabras" (incluido en la 2ª parte de este trabajo) es un intento fallido de poner palabras a esa relación íntima con Dios. Es la consecuencia de querer nombrar al Inefable, es la comprobación de nuestra propia limitación en contraste vital con la Inmensidad.

Se dice, finalmente, que la contemplación o experiencia es "transformante". De lo dicho se deriva esta cualidad. Destacaré solamente que esta transformación incluye la "reparación" sicológica e incluso física del sujeto.

Eso explica que muchas personas, deterioradas por su "ambiente material y humano", hundidas en sus propios desórdenes y aberraciones, hayan logrado alcanzar, sin la necesaria ayuda sicológica (inexistente en otras épocas), cotas de equilibrio y madurez admirables. Las hagiografías de algunos santos son un testimonio claro y repetitivo de esta afirmación.

Nada hay tan movilizador como el contacto con el Motor del Universo. Nada hay tan vitalizante como el contacto con la Vida.


Notas

[1] Sensación de contenido sicológico: Mensaje del psiquismo de una persona que, manifestándose en la sensibilidad y el cuerpo, se puede analizar para comprender su contenido y origen.

[2] Sensación puramente corporal: Manifestación física, localizada o difusa, cuyo origen fácilmente identificable en una relación causa-efecto, sobre todo con el entorno, no tiene relación con la vida sicológica de la persona.

[3] "Coplas hechas sobre un éxtasis de harta contemplación", estribillo y verso 8.

[4] Para mayor información sobre el ser, véase la obra de PRH Internacional: "La persona y su crecimiento", cap. II.

[5] "Camino de Perfección", cap. 26 y otros.

[6] Juan Martín Velasco: Nació en Santa Cruz del Valle (Ávila) en 1934. Es sacerdote de la Diócesis de Madrid, doctor en Filosofía, teólogo y ex profesor de Fenomenología y Filosofía de la Religión en la U.P. de Salamanca y en el Estudio Teológico del Seminario de Madrid. Ha publicado varias obras y colaborado en varias otras sobre temas de su especialidad.

[7] San Juan de la Cruz, "Cántico Espiritual", verso 17

[8] Noche oscura, "Canciones del alma...",  versos 1, 3 y 4.

[9] "Cantico espiritual", verso 37.

[10] Todos los versos incluidos en esta monografía corresponde a la obra "Versos para orar" del mismo autor.

[11] El organismo de formación PRH (Personalidad y Relaciones Humanas) imparte el curso "Camino del ser... Camino de Dios", cuyo título ya sugiere la estrecha relación entre ser y Transcendencia.

[12] "Coplas hechas sobre un éxtasis de harta contemplación", verso 2.

[13] "Cántico espiritual", verso 11.

[14] Camino, nº 204.

[15] Noche Oscura, "Canciones del alma...", primeros versos.

[16] André Rochais: sacerdote y sicopedagogo francés, fundador del organismo de formación PRH Internacional (Personalidad y Relaciones Humanas). 1921 - 1990

[17] Véase: "Dios existe, yo me lo encontré" de André Frossard. RIALP.


Jairo del Agua https://www.religiondigital.org/blog_de_jairo_del_agua/

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