Teresa Costa-Gramunt
Últimamente se observa una gran falta de comprensión de lo que se dice o se escribe, no se entienden los enunciados, se lee mal. Quizás sea porque no se pone bastante atención, o no se escucha lo suficiente, o quizás se deba a que las palabras se han desgastado y han perdido virtud por la manera como son utilizadas, a menudo no para decir la realidad sino para tergiversarla, creando confusión.
Conscientes del valor de las palabras, muchos de los que escribimos las pensamos muchas veces antes de escribirlas, y una vez escritas las reescribimos tantas veces como haga falta. Pero este esfuerzo por la claridad expositiva, fruto de una heliomaquia mental trabajada a pico y pala en la medida del arte de cada uno, a veces no sirve para casi nada, ya que, como enseña la experiencia cotidiana, la lectura de la realidad no depende de lo que está dicho o escrito sino de cómo es leído el discurso.
Una lectura de la realidad sin apriorismos o sin el estorbo del ego es rara porque pide conciencia y tolerancia. La conciencia es una ganancia sobre el yo, como el yo es una ganancia sobre el ego en una escala de valores humanísticos. La conciencia de la propia identidad ayuda, y no poco, a afirmar la tolerancia. El miedo, o la insatisfacción de la propia identidad, nos hace débiles. Más a menudo de lo deseado esta debilidad tiene como consecuencia actitudes intolerantes que son como un escudo psicológico de defensa, aunque perjudican, por ofuscación, la visión de la realidad.
Ser conscientes de la realidad, no engañarnos a nosotros mismos, nos hace comprensivos de la realidad. Lo cual no quiere decir justificar la realidad sino intentar explicársela. No se puede modificar una realidad que a veces puede ser injustificable, e incluso intolerable, sin entenderla, de la misma manera que no se puede levantar un rascacielos encima de una falla.
La tolerancia también se fundamenta en un equilibrio emocional firme que procura estabilidad. Una persona serena, equilibrada, puede dialogar tranquilamente con el otro, sea como sea y piense como piense ese otro, hasta acogerlo. La actitud de acogida no significa la aceptación acrítica de cualquier cosa, como decía el capuchino Jordi Llimona, que también afirmaba que hay que tener coraje tanto para acoger como para rechazar lo que es rechazable. Ciertamente no todo vale, y una conciencia sólida es un buen instrumento para discernir la realidad y saber a qué atenerse en cada momento.
La tolerancia no da carta blanca ni ahorra exigencia. No podemos aceptar así como así la mentira o la injusticia, como no podemos aceptar la negación de la personalidad de cada uno, incluidos colectivos, pueblos y naciones. En este sentido, la tolerancia es dejar ejercer a otro su alteridad, que implica el respeto a su persona, a su pensamiento y a sus acciones. Sin embargo, la tolerancia, un bien deseable, tiene unos límites que justamente los pone una conciencia recta y una actitud honesta. La tolerancia es una ganancia moral y cultural que nos eleva por encima de nuestro ser inferior. La tolerancia, no la dejación de responsabilidades por comodidad o para hacerse el listo, tiene que ver con la erradicación de la ignorancia, el fanatismo y la ambición, entendida la ambición no como el deseo de emular algo superior sino entendida como depredación y deseo de control sobre el otro.
No se puede dividir el mundo en buenos y malos, somos limitados, y, por lo tanto, también lo es en nosotros la verdad. En la nube oscura de la ignorancia de lo que es real sabemos hasta qué punto podemos ser parciales. Pero a medida que nos abrimos a la alteridad, la conciencia se va haciendo más clara, más objetiva y más comprensiva de la realidad, nos sea o no agradable. La conciencia es un sentido interno que nos informa de la verdad esencial de las cosas. Cuando obramos de forma incorrecta, ya no digo punible, nos asalta la mala conciencia. Poniendo en diálogo conciencia y tolerancia nos abrimos paso hacia los demás que, del derecho o del revés, siempre nos hacen de maestros.
* Versió en català
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