Roger Schutz


El Hermano Roger, fundador de la comunidad ecuménica de Taizé (Saône-et-Loire), fue asesinado, apuñalado, el martes 16 de agosto, durante la oración de la tarde. Tenía 90 años.

Vestido con el alba blanca de los oficios litúrgicos o con su eterno chandal, lo que cautivaba antes que nada, era su rostro surcado por las arrugas de una sonrisa permanente. No se podía rehuir la mirada de sus ojos azules, profunda, dulce como las colinas de alrededor. La mirada de un hombre obstinado y humilde, a la vez, místico y realista. ¿Hubo nunca una relación tan estrecha entre un hombre, un lugar, un proyecto?

Fue el 20 de agosto de 1940 cuando Roger Schutz, joven pastor protestante de Suiza, llega por primera vez a la Borgoña, a Taizé, como un solitario buscador de Dios y de un lugar donde, con algunos “hermanos”, fundar una comunidad de la que quería hacer signo de unidad entre los cristianos divididos.

Aunque nacido en Suiza, el 12 de mayo de 1915, en Provence, cerca de Neuchâtel, hijo del pastor Charles Schutz, una parte de las raíces del Hermano Roger se encuentra en esta tierra de Borgoña, origen de su madre, Amelia Marsauche, también de familia protestante. Es el último de siete hijos e hijas. En la casa, la abuela materna le hace gustar la serenidad de los grandes espacios y del silencio interior. También se lee en voz alta a Blaise Pascal y Angélica Arnauld, superiora de Port-Royal. Roger devora los Pensamientos de Pascal, descubriendo la desgracia de vivir alejado de Dios y la dicha de encontrarlo.

El adolescente es educado según las reglas de un protestantismo riguroso, pero respetando a los “papistas”. Frecuenta, a ves a escondidas, los templos parroquiales donde le agrada orar y reflexionar. Le fascina la liturgia romana y, a los 13 años, para poder realizar sus estudios en la ciudad, sus padres le autorizan a hospedarse en casa de una mujer católica, madame Biolley. Los intercambios con ella despertarán muy pronto su vocación ecuménica. Pero, para el joven Roger, la estancia en el colegio es también el tiempo de sus interrogantes espirituales. El adolescente corre el riesgo de perder la fe. Y también la vida, alcanzado por una tuberculosis pulmonar. Más tarde contaría a los jóvenes de Taizé que su itinerario no tiene nada de excepcional, que también él ha vivido todos sus tormentos.

Roger Schutz sueña en convertirse labrador. O poeta. Pero su padre, pastor, le orienta hacia los estudios de teología que le llevarán a la universidad de Lausanne. Desde entonces su carisma se ejerce entre los jóvenes y, con gran sorpresa, es elegido presidente de la asociación de estudiantes cristianos. Al mismo tiempo prepara su tesis sobre “el ideal de la vida monástica hasta san Benito y su conformidad con el Evangelio”. Ecumenismo, juventud, vida y plegarias reguladas: ahí están las grandes inspiraciones. La aventura de Taizé queda ya diseñada.

Cuando a los 25 años llega en 1940 al poblado borgoñés, su casa, cerca de la frontera, se convierte pronto en un refugio. Allí se acoge sin distinción a judíos, refugiados políticos y miembros de la resistencia (a los alemanes invasores). El Hermano Roger recordará duramnte mucho tiempo la sopa de ortigas, el revoltillo de caracoles, los inviernos fríos y solitarios de los primeros años de guerra y miseria en Taizé. Pero el 11 de noviembre de 1942, a consecuencia de una denuncia, su casa es registrada a fondo por la Gestapo. Es la primera experiencia cruel de su vida. Roger Schutz se ve obligado a abandonar Taizé, cruzar la frontera y madurar su proyecto comunitario en el alejamiento forzado de Ginebra.

Es allí donde se le unen los primeros compañeros de ruta, suizos como él: Max, un teólogo, Pierre, agrónomo, Daniel. Y donde escribe los primeros elementos de la futura Regla de Taizé: “Mantén en todo el silencio interior para habitar en Cristo. Llénate del espíritu de las Bienaventuranzas: alegría, simplicidad, misericordia”.

De vuelta a Borgoña, en octubre de 1944, el ambiente de Cluny o Clairvaux pudo impactarle. Habría podido soñar en crear o restaurar una orden cristiana. A la vez autoritario y sencillo, Roger Schuts es de la raza de los fundadores. Sin embargo, a lo largo de su vida nada le será más extraño que el hecho de instalarse, de fijar programas, de promover a su alrededor un movimiento, una estructura, un orden. Al contrario, su proyecto se inscribe en la dinámica de lo provisional, que será el título de uno de sus libros.

Los “hermanos” llegan uno a uno. Hacen los votos monásticos de pobreza, castidad y obediencia, consagran su vida a Dios, a la liturgia, al trabajo, al silencio. El primer hermano francés entra en la comunidad de Taizé en 1948. “No querríamos ser más de quince”, dice el Hermano Roger. Cincuenta años después son noventa, originarios de una veintena de países de diveras tradiciones cristianas. La comunidad de Taizé también se instala, en pequeñas fraternidades provisionales, en la India, Bangladesh, Brasil, Áfrique, Corea, Nueva York, etc.

En 1948, el joven prior pide al obispo de Autun celebrar los oficios cotidianos en el templo parroquial de Taizé, una joya del románico. Su sospresa es enorme al recibir una respuesta, calurosamente positiva, no del obispo local sino del nuncio en persona, el representante del papa en Francia, que no es otro que monseñor Angelo Roncalli, el futuro Juan XXIII. Fue el inicio de una larga amistad. Juan XXIII fue una de las personas que más habrá tenido en cuenta el prior de Taizé. De 1962 a 1965, el Hermano Roger es uno de los observadores más atentos del concilio Vaticano II.

LA PASION DE LA UNIDAD

En 1941, el Hermano Roger recibió en Taizé al abad Paul Couturier, pionero de la lucha por la unidad de las Iglesias, que, en aquella época era una causa revolucionaria. Más tarde, se introducirá en la Regla de Taizé. En 1960 entra en la comunidad un hermano anglicano. En 1969, es el turno de Ghislain, joven médico católico belga. Otros hermanos les seguirán. A comienzos de los 70 serán una docena. Taizé no muestra ninguna pertenencia confesional. La comunidad no posee ni estatuto ni una constitución jurídica. Es una comunidad ecuménica en sentido estricto, que pretende ser figura anticipadora de la unidad cristiana.

Este protestante mantendrá las mejores relaciones posibles con todos los papas. Juan XXIII acoge al Hermano Roger con estas palabras: “¡Ah, Taizé, la pequeña primavera!!. Los encuentros con Pablo VI fueron igualmente positivos. Juan Pablo II en su viaje a Lyon, el 5 de octubre de 1986, franqueó el dintel de la comunidad: “Fui empujado por una necesidad interior”, dirá el papa, añadiendo otra frase que se haría célebre: Se pasa por Taizé como se pasa cerca de un manantial”.

Karol Wojtyla estimaba al Hermano Roger, a quien invitó a predicar en Cracovia ante 200.000 jóvenes. Pero el prior de Taizé será huésped frecuente del arzobispo anglicano de Cantorbéry, del patriarca de Constantinopla y de los responsables del Consejo Ecuménico de las Iglesias.

El acontecimiento-clave es el “concilio de jóvenes”, que el prior de Taizé convoca en plena borrasca tras el “mayo francés” (1968). Él comprende que las energías dedicadas a la juventud occidental no colmarían sus expectativas espirituales y que las Iglesias, a pesar del aggiornamento del Vaticano II no estarían equipadas en mucho tiempo para acoger a los jóvenes que huyen de las instituciones, abanfdonan las parroquias y los movimientos. La búsqueda de Dios, la sed de amistad y de absoluto, la búsqueda de sentido para la vida son aspiraciones de todas las generaciones y sobrepasan todas las crisis.

Antes de 1970, a centenares, los jóvenes ya celebraban la Pascua en las colinas de Taizé. Esta cifra va en aumento: en 1970 son 2.500, cuando Roger Schutz anuncia “la gozosa nueva” de un concilio de estilo inédito. Los años siguientes son 7.500, después 16.000, 18.000, 20.000 en Pascua de 1974, 50.000 el 30 de agosto siguiente en la apertura del “concilio de jóvenes”

BANCO DE ENSAYO PARA LAS JORNADAS MUNDIALES DE LA JUVENTUD

De todas partes y por millares, los jóvenes no cesan de afluir a Taizé: el gozo de encontrarse diferentes, la voluntad de superar las barreras ideológicas y confesionales, necesidad de solidaridad y de comunión, gusto por la fiesta, el silencio, las liturgias sencillas, deseo de formación bíblica que permita profundizar en la fe. Sobre estas bases van a prosperar estas formas de encuentros que apasionan a los jóvenes para saciar su sed de emociones y de experiencias. Taizé prepara las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ), cuya 20ª edición tiene lugar ahora en Colonia.

A partir de 1978, entre Navidad y Año Nuevo, los encuentros internacionales convocan cada año a los jóvenes de todas las confesiones y del mundo entero. Tienen lugar en Roma, Colonia, Barcelona, Munich, Wroclaw, Praga, París, incluso Madras (India), más discretamente, tras el telón de hierro que los hermanos de Taizé, junto a muchos otros, quieren franquear. El Hermano Roger compara estos encuentros a “una peregrinación de reconciliación y confianza en la tierra”. Se desarrollan al ritmo de las urgencias del momento: la construcción de Europa, la defenza del medio ambiente, la caída del muro, el poscomunismo.

“Depende de los jóvenes que la gran familia europea salga de la era de desconfianza », proclama el Hermano Roger en la UNESCO, en 1989. Escribe también que « una de las urgencias del futuro es introducir la reconciliación allí donde existe la herida del odio”.

Hoy, Taizé continúa siendo hermoso. Se acude a la colina para rezar, no para empacharse de palabras. Para leer las Escrituras, encontrar otros jóvenes del último rincón del mundo, portadores de idénticos valores y de la misma sed de solidaridad que esta comunidad monástica tan original que ha sabido resistir a las modas –ayer, la duda y la contestación; hoy, la afirmación identitaria- y a la tentación de hacer de Taizé un ghetto. Hubert Beuve-Méry, fundador de Le Monde, era un gran amigo del Hermano Roger y asiduo visitante de Taizé.

Sesenta años después de la llegada de Roger Schutz a Taizé, no ha variado la intuición original. Así, el hombre que acaba de morir siempre estaba obsesionado por la enormidad de la tarea a cumplir. “¿Habré sabido expresar suficientemente que Dios no quiere el sufrimiento y que Él no se impone con voluntad amenazadora, sino que ama a todos los seres humanos sin excepción?”, escribía el Hermano Roger en uno de sus escritos de profundo porte espiritual. Y, como reconfortándose a sí mismo, más de una vez repetía: “Todavía estamos al principio”.

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